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Etiquetas: [Historia]  [Reflexión]  [vacuna]  
Fecha Publicación: 2021-12-19T20:26:00.001+01:00



Francis Folger Franklin, hijo del estadista, científico y diplomático Benjamin Franklin, murió a los cuatro años de edad, en 1736, a causa de la viruela.

Faltaban muchos años para que Edward Jenner ideara e instituyera la “vacuna”, un método artificial de inmunización que acabaría por erradicar definitivamente esta enfermedad, pero era común en países como China o Turquía la práctica de inocular a personas sanas con el virus procedente de personas enfermas (a través de pequeñas heridas o simplemente compartiendo sus ropas). Los inoculados padecían una forma leve de la enfermedad y quedaban protegidos contra la forma severa, que tenía índices de mortalidad de hasta un 15 % y que dejaba terribles marcas en la piel de quienes la superaban. 

También en las colonias británicas de América se practicaba la inoculación de la viruela o variolación: el propio Benjamin Franklin había sido inoculado en su juventud. El pequeño Francis no había sido inoculado porque sus padres esperaban hacerlo cuando se curase de una gripe que estaba padeciendo. Los “antivacunas” de la época hicieron correr el rumor de que fue precisamente la inoculación lo que hizo enfermar y morir al pequeño de los Franklin. Para acallar estos infundios, Benjamin publicó un artículo en el que explicaba las circunstancias de la muerte de su hijo y se lamentaba de no haberlo inoculado antes.


Durante toda su vida, Franklin respaldó y apoyó activamente la práctica de la variolación, anteponiendo su espíritu científico a la irracionalidad y a la vehemencia con que a menudo se defienden las ideas que genera. En 1774 fundó la “Society for Inoculating the Poor Gratis”: fue su manera de honrar la memoria de su hijo.

Etiquetas: [Autores]  [Bioquímica]  [científicos]  [Curiosidades]  [Historia]  [Literatura]  [películas]  
Fecha Publicación: 2020-07-07T12:19:00.001+02:00
Cuadrúpedo en la aurora, alto en el día
y con tres pies errando por el vano
ámbito de la tarde, así veía
la eterna esfinge a su inconstante hermano,
el hombre, y con la tarde un hombre vino
que descifró aterrado en el espejo
de la monstruosa imagen, el reflejo
de su declinación y su destino.
Somos Edipo y de un eterno modo
la larga y triple bestia somos, todo
lo que seremos y lo que hemos sido.
Nos aniquilaría ver la ingente
forma de nuestro ser; piadosamente
Dios nos depara sucesión y olvido.
Jorge Luís Borges
Cuando no existían “reality shows” y la crónica rosa no había hecho mella en el medio televisivo, era posible ver una buena película de Billy Wilder, Alfred Hitchcock, John Huston o William Wellman… Clásicos americanos, pero también europeos como Werner Herzog o Luís Buñuel… Así fue como, en un viejo televisor en blanco y negro, vi por primera vez el “Edipo rey” de Sófocles en versión de Pier Paolo Pasolini. Aun se me erizan los pelos al recordar al actor arrancándose los ojos cuando supo que su esposa, Yocasta, era en realidad su madre…
La conocidísima tragedia viene a ser más o menos así: cuando nació Edipo, hijo de Layo y Yocasta, reyes de Tebas, una profecía vaticinó que el niño mataría a su padre y se casaría con su madre (se trataba de una maldición contra Layo, por sus pecados anteriores…). Para evitar esta tragedia, el rey mandó matar al niño, pero quien había de ejecutarlo, en un “acto piadoso” sólo le perforó los pies y lo colgó cabeza abajo de un árbol, abandonándolo en el bosque -precisamente el nombre de Edipo procede de las palabras “Oideo"hinchar, y “podós”, pie). El niño se salvó y fue adoptado por el rey de Corinto, en cuya corte creció y fue educado. Años después, el muchacho regresó a Tebas y, cerca de la ciudad, tuvo un desafortunado encuentro con un rico y sus criados: en la reyerta dio muerte al señor, desconociendo que era en realidad el rey Layo, su padre. El rey regente, hermano de Layo, prometió la mano de la reina viuda, Yocasta, a quien resolviera el famoso enigma de la Esfinge…
Y aquí tenemos al famoso Edipo, frente al monstruo con cuerpo de león, cabeza femenina, alas de pájaro y cola de serpiente… La Esfinge proponía ciertos acertijos a quienes querían entrar en la ciudad y los devoraba sin piedad si no los acertaban. Hoy día cualquier niño podría haberse casado con Yocasta, pues el acertijo de la Esfinge (aquel del animal que camina con cuatro patas al nacer, con dos en la madurez y con tres al final de sus días) es harto conocido. Pero esa imagen de Edipo enfrentándose al enigma, intentando resolver una cuestión en la que le va la vida, es una hermosa metáfora del hombre de ciencias: lo que captan nuestros sentidos, los hechos empíricos, son enigmas planteados por la Esfinge (la naturaleza). El conocimiento de la verdad, la comprensión del mundo, es la única manera de avanzar en nuestro camino, cualquiera que sea el destino.
Ha habido mucho edipos frente a muchas esfinges: Darwin frente a los picos de los pinzones, Galileo frente la mecánica celeste, Fleming frente a los huecos en las placas de cultivo, Watson y Crick frente a la arquitectura molecular de la propia vida… Los ejemplos son innumerables y los edipos no siempre han sido muy famosos o muy reconocidos. Permitidme hablar de uno de ellos…

Johann Thudichum (1829-1901) fue un médico de origen alemán y uno de los precursores de la investigación bioquímica aplicada a la medicina. Por motivos políticos (al parecer estuvo en el “lado equivocado” durante la fallida “Revolución de Marzo” de 1848, en contra de los privilegios de la nobleza y a favor de la libertad de prensa y de opinión) le fue negado un puesto al que aspiraba en la facultad de medicina de la universidad de Giessen, por lo que decidió abandonar su convulso país natal y establecerse en Londres, donde culminó su labor científica y sus días. Entre sus logros más importantes se deben citar el descubrimiento y la identificación de un gran número de moléculas relacionadas con la neurofisiología. Él defendía, y el tiempo le ha dado la razón, que para hacer frente a una determinada enfermedad hay que bucear en el fondo de su química particular. Bajo la luz de esta premisa, Thudichum descubrió que el cerebro no estaba formado por una sola sustancia (el “protagon”) como hasta entonces se creía, sino por una mezcla compleja que incluía lecitinas, cefalinas, mielinas… Y es aquí, precisamente, donde aparece nuestro Edipo particular: Thudichum frente a unas moléculas apolares, de aspecto, consistencia y propiedades grasas, que acertadamente intuyó muy importantes, dada su abundancia, pero cuya función permanecía, y permanecerá hasta más de un siglo después de su muerte, siendo un enigma… Por esta razón, y porque los sabios hombres de ciencias eran también doctos conocedores de las humanidades, llamó a estas moléculas “esfingolípidos”, los lípidos que la antigua Esfinge tebana puso sobre su mesa de trabajo.
Cuando yo era estudiante de Biología, en la asignatura de Bioquímica pasamos de puntillas sobre los esfingolípidos, apenas cuatro palabras sobre su constitución molecular: aminoésteres de la esfingosina con ácidos grasos. Cuando comencé a impartir Biología (primero en el BUP y COU, luego en Bachillerato) los esfingolípidos, aun eran moléculas con cierto aura de enigmáticas sobre las que los programas educativos aconsejaban no profundizar, no eran incluidas en las pruebas de selectividad… Pero, desde hace unas décadas, los avances en las técnicas bioquímicas y biomédicas (también las bioinformáticas) han permitido arrojar nueva luz sobre los esfingolípidos: sabemos que son componentes fundamentales en las membranas celulares, que tienen carácter antigénico -son responsables, por ejemplo, de que tengamos uno u otro grupo sanguíneo-, sabemos de su implicación en los ciclos celulares, en la “apoptosis” o suicidio celular (lo que las hace interesantísimas en el estudio de la lucha contra el cáncer) y el conocimiento de su metabolismo es esencial para la comprensión y búsqueda de terapias para la diabetes o la enfermedad de Alzheimer…
La Esfinge, vencida una vez más, deberá arrojarse a un profundo abismo… Pero regresará, la Esfinge siempre regresa con nuevos enigmas.


Etiquetas: [científicos]  [Curiosidades]  [Genética]  [nombres]  [química]  
Fecha Publicación: 2020-06-09T18:25:00.000+02:00

Ahora que los alumnos y las alumnas de 2º de bachillerato preparan sus próximos exámenes de biología para la EVAU, estarán leyendo a menudo el nombre de Dalton, el
 científico que vivió entre los siglos XVIII y XIX, un hombre muy polifacético y, como podréis comprobar por su biografía, muy comprometido con la ciencia, hasta más allá de las fronteras de su propia muerte.
John Dalton nació en Eaglesfield (Inglaterra) en 1766, en el seno de una familia de cuáqueros (una especie de secta religiosa cuyos miembros practican el pacifismo y la no violencia y viven en la secillez y la humildad más extremas), doctrina a la que Dalton fue fiel durante toda su vida. Fue primero agricultor y luego maestro (enseñaba matemáticas, historia natural y física a niños de educación primaria), pero ante todo fue un curioso observador de los fenómenos naturales y un avezado experimentador (si bien su carácter autodidacta y su alejamiento de los círculos "oficiales" de la ciencia hacían su metodología algo heterodoxa). Una muestra de ese afán científico y del rigor en sus experimentos es el hecho de que durante casi 60 años anotase cada día los datos meteorológicos (presión atmosférica, cantidad de lluvia, temperatura). Precisamente su pasión por la meteorología le llevó a formular su Ley de las Presiones Parciales, la Ley de las Proporciones Múltiples (conocida simplemente como Ley de Dalton) y, finalmente, su teoría atómica.
La ley de Dalton abrió el camino para la invención de la formulación sistematizada (representar cada molécula con los símbolos de los elementos químicos de que está compuesta, indicando con subíndices el número de átomos de cada uno) y le sirvió a él mismo para proponer, unos años más tarde, su modelo del átomo: unidad indivisible e indeformable de materia; Dalton concibió acertadamente que una sustancia pura estaría formada por un elevadísimo número de átomos, todos con idénticas propiedades y masa. Lógicamente, sustancias puras distintas estarían formadas por átomos distintos (con diferentes masas y propiedades). En el curso de una reacción química, Dalton supuso que los átomos de diversas sustancias se combinan entre ellos para dar una sustancia diferente, pero conservándose siempre la masa (como ya demostró el francés Lavoisier antes de perder la cabeza). Aunque el modelo atómico de Dalton es en realidad un esbozo muy simple de lo que luego se ha revelado como un sistema muy complejo, no se le puede negar el mérito propio del pionero. Su obra “Nuevo sistema de filosofía química” es una joya entre los clásicos de la literatura científica.

En 1794, unos años antes de que Dalton formulase su famosa ley, presentó en la Sociedad Filosófica y Literaria de Manchester una comunicación titulada "Ensayo sobre el daltonismo", enfermedad que él padecía (también su hermano) y que bautizó con su propio nombre.

"En el otoño de 1792, accidentalmente, pude percatarme de una anomalía en mi visión; al observar el color del geranio a la luz de una vela, percibía la flor como de color rosa, aunque a la luz del día se mostraba azul celeste. Era sorprendente este cambio: cuando la iluminaba con la vela desaparecían los tonos azules y a mi vista parecía de un color tan distinto como el rojo. Invité a algunos amigos a contemplar el curioso fenómeno y, para mi sorpresa, nadie apreció el cambio de coloración: para todos la flor tenía, prácticamente, el mismo color con luz natural que con la luz de la vela. Mi hermano, sin embargo, veía igual que yo. Evidentemente nuestra visión no era como la de los demás."


La enfermedad, conocida también como "ceguera para los colores", consiste en la imposibilidad de distinguir alguno(s) de los tres colores primarios; quienes pueden apreciar sólo dos de ellos son daltónicos dicromáticos y quienes distinguen los tres, pero con una visión anormal de cada uno de ellos, son daltónicos tricromáticos anómalos. Dalton no podía saber que su enfermedad se debía a la presencia de un gen alterado en el cromosoma X (y que, por tanto, heredó por vía materna) y en su afán por buscar una una explicación aventuró que el humor vítreo de sus ojos (el líquido que baña la cámara posterior, detrás del cristalino) estaba teñido de azul en lugar de ser transparente como en las personas de visión normal. Esta pigmentación haría las veces de filtro para la luz solar, absorbiendo la radiaciones de determinadas longitudes de onda antes de que llegaran a la retina.
Como decía al principio, su compromiso con la ciencia y el rigor de sus experimentos era tal que, para comprobar su teoría, dio orden de que, cuando muriese, se le extrajeran los globos oculares y se comprobase el color del humor vítreo. Su ayudante Josph Ransome cumplió con la voluntad del ilustre finado: el humor vítreo era tan transparente como el de cualquier persona con visión normal; el pobre Dalton se fue a la tumba sin tener ocasión de formular una nueva hipótesis...
Ransome decidió conservar los ojos: en la Sociedad Filosófica y Científica de Manchester permanecen todavía, como último vestigio de la genialidad y el rigor de John Dalton.

¿Y por qué estudian a Dalton los alumnos de 2º de bachillerato? El daltonismo y su herencia ligada al sexo es tema recurrente en los problemas de genética mendeliana. Mientras preparamos la temida EVAU y resolvemos problemas sobre daltonismo, les comento que en 1995J. Hunt y J. Molton, biólogos de la Universidad de Cambridge, tomaron una muestra celular de las retinas de Dalton con el fin de estudiar los genes del daltonismo y determinar cuál fue la naturaleza de su visión anómala: tras la extracción y amplificación de las secuencias de ADN con los genes para síntesis de pigmentos relacionados con la visión de los colores, se determinó que Dalton carecía del pigmento verde (era dicromático verde). Seguramente al científico cuáquero le hubiera encantado conocer estos detalles, tan inasequibles en su época.

Dalton recibió en vida fama y honores (sus funerales congregaron a unas 40.000 personas), pero él siempre fue fiel a su humildad y a su austeridad. Una anécdota curiosa: para recibir un doctorado por la Universidad de Oxford de manos del rey Guillermo IV hubo de ser "engañado", si bien con la mejor de las voluntades. Vistió el uniforme de color escarlata de la Universidad -color ostentoso y nada acorde con sus principios cuáqueros- creyendo (a causa de la ceguera para los colores) que vestía de un austero gris...
Etiquetas: [Autores]  [Geología]  [Naturaleza]  [Paleontología]  
Fecha Publicación: 2020-05-24T12:41:00.022+02:00

Las calzadas romanas, a decir de los entendidos, eran prodigios de ingeniería. Sobre un lecho convenientemente preparado, se colocaban las grandes losas que constituían el cuerpo principal del camino. Después se rellenaba con cantos menores y, por último, con grava hasta conseguir una superficie transitable, suficientemente firme y practicable. Me sirve esta pequeña introducción para hacer un símil con los caminos ("long and winding") de la Historia de las Ciencias Naturales. Hombres de enorme peso específico son como las losas principales: Humboldt, Darwin, Cuvier, Lamarck, Buffon, Wallace, Mendel... Cada uno de ellos, a veces desde posiciones encontradas, ocupa un lugar de privilegio en la conquista del conocimiento y del descubrimiento de la naturaleza. Las aportaciones de otros hombres es más modesta: son guijarros de relleno personalidades como Celestino Mutis, Charles Lyell o Ernst Haeckel (perdón por introducir el azar en la elección de nombres: si hubiese sido meditada habría requerido un tiempo extra del que, desgraciadamente, no dispongo en estos tiempos coronavíricos del teletrabajo).

Nótese que las grandes losas y los cantos menores mencionados son siempre hombres: ninguna mujer, al menos hasta el siglo XX, encontramos en el lecho fundamental del camino (la discriminación y el rol tradicional femenino -si es que existió algo llamado así- de la mujer en la cultura occidental tienen la culpa, lo sé: pero los tiempos están cambiando y las mujeres, afortunadamente, están recuperando el tiempo y el espacio perdido, si no conquistando nuevos e interesantísimos territorios).


Este artículo pretende ser un homenaje a una de las pioneras en el ámbito de las Ciencias de la Naturaleza. Su nombre era apenas conocido hasta hace unos años, su historia no interesaba sino a unos cuantos curiosos, la huella de su estela se esfuma en un trabalenguas ("she sells sea-shells on the sea shore")... Un pequeño chinarro en la grava del camino. Pero, qué duda cabe, piedrecillas como ésta dan la estabilidad necesaria a las mayores.

 Mary Anning, nacida con el siglo XIX en una localidad costera del sur de Inglaterra, tiene el privilegio (no reconocido) de ser la madre de la moderna paleontología. Como en una historia de superhéroes, se cuenta que su perspicacia y su agudísima inteligencia le fueron inculcadas por un rayo que le cayó cuando tenía poco más de un año y que mató a su niñera. Toda la buena suerte que el destino le tenía reservada debió agotarse con este hecho porque lo cierto es que la vida de Miss Anning fue dura y difícil. Nacida en el seno de una familia humilde, Mary fue una mujer autodidacta, y este es uno de los aspectos más extraordinarios de su biografía: sin más formación académica que algunos libros de geología, sin maestros relevantes, sin contacto con los ambientes universitarios que marcaban las pautas de la ortodoxia científica, recolectó fósiles, descubrió especies extintas (entre sus mayores logros se cuenta el haber reconstruído con exquisita habilidad y pericia los primeros ejemplares conocidos de ictiosarurio y el descubrir para la ciencia al plesiosaurio). Pudo combinar, y en esto sí que tuvo suerte, la afición con el oficio: los fósiles que recolectaba se vendían muy bien como "rarezas naturales" a los coleccionistas que a ella acudían...
Pero al fin y al cabo, para la sociedad victoriana, instalada en el más férreo clasismo, Mary Anning nunca dejó de ser una nota pintoresca, una anécdota curiosa. Sólo al final de su vida su gran fama -que no sus méritos, como hubiese sido de justicia- le valieron una pensión para acabar dignamente sus días.
Desde detrás del lienzo, los ojos curiosos de Mary Anning nos llaman: con el dedo índice de su mano izquierda nos invita a desentrañar los secretos de la naturaleza (materializados en forma de gran ammonita); el piolet y la cesta de su brazo derecho significan el trabajo, la constancia y el tesón. Sólo le faltó un sexo distinto para alcanzar la cumbre.