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Michel Hazanavicius es un
director, actor y guionista francés, conocido internacionalmente por ser el realizador
de la película The Artist, 2011, con la que ha conseguido
numerosos premios, incluyendo varios Golden Globes y el Oscar, a Mejor película
y Mejor director. Michel nació en marzo de 1967 en París, en el seno de una
familia de emigrantes judíos-lituanos. Sus abuelos, provenientes de Polonia y
Lituania, se afincaron en Francia en la década de 1920. Hazanavicius se educó
en el judaísmo en un ambiente bilingüe, pues con su familia hablaba francés y
yídish. Así, en el preestreno de The Artist, que repasaremos, en
Los Angeles, California, sorprendió a todo el mundo cuando le hicieron una
pregunta en yídish aludiendo a su incomprensión de esta lengua, y respondió
definiéndose como un “judío de París”. Es hermano del también actor
Serge Hazanavicius, y está casado con la actriz franco-argentina Bérénice Bejo,
quien que ha participado en algunas de sus películas, y es protagonista de The
Artist. Desde pequeño fue un gran aficionado al cine, ya fueran
películas poco conocidas en versión original o las más populares. Debutó como
director y guionista en 1999 con la película Mes Amis, una
comedia en la que actuó su hermano Serge; en donde un productor de sitcoms, y su
actor encuentran muerta en la cama a la muchacha que los acompañaba la noche
anterior. Asustados, meten el cuerpo en el maletero del coche, a la espera de
encontrar una solución. El éxito lo alcanzaría en su país natal con sus
siguientes realizaciones: OSS 117: Le Caire, nid d'espions, 2006,
y OSS 117: Rio ne répond plus, 2009, ambas narran en tono de
comedia las desventuras del espía francés Hubert Bonisseur de la Bath. En la
primera, Hazanavicius nos sitúa en Egipto, en 1955. El Cairo es un verdadero
nido de espías. Nadie confía en nadie, todos conspiran contra todos: ingleses,
franceses, soviéticos, la familia del rey Farouk quiere recuperar el trono, y las
Águilas de Keops, es una secta religiosa que también quiere hacerse con el
poder. Para acabar con esta caótica situación, el presidente francés, envía al
mejor agente: Hubert Bonisseur, conocido como OSS 117, e interpretado por Jean
Dujardin. En la segunda, 12 años después de su estancia en El Cairo, OSS 117
tiene que cumplir una nueva misión. Siguiendo la pista de un microfilm que
compromete a Francia, el célebre agente forma equipo con una seductora teniente
coronel del Mossad para capturar a un nazi chantajista. Esta aventura lo
llevará de las soleadas playas de Río, a los exuberantes bosques del Amazonas, y
a las más profundas grutas secretas en la cumbre del Cristo de Corcovado. Pero,
sea lo que sea lo que está en juego, siempre se puede contar con Hubert
Bonisseur de la Bath para salir adelante. En 2014, realizó el film belico The
Search, remake de la cinta del mismo título, de Fred Zinnemann, 1948.
El francés desarrolla la cinta durante la segunda guerra de Chechenia, en 1999.
Es una narración a escala humana de cuatro destinos que se cruzan durante la
guerra. No trascendió, y no pudo ni acercarse a la calidad filmica y argumental
de la version original. En 2017, hace Le redoutable o Godard
Mon Amour, que hoy comentaremos, donde Godard, L’enfant terrible de la Nouvelle
Vague, es despellejado de manera inmisericorde por el cineasta francés,
mostrándonos las vergüenzas de un icono. En 2020, dirigió, sin suerte, Le
Prince oublié, en donde los extraordinarios cuentos que cada noche
cuenta un padre a su hija cobran vida en un mundo paralelo que solo les
pertenece a ellos: la hija como princesa, el padre como príncipe. Así
será hasta el momento en que la hija comience la escuela secundaria, y llegue
para ella el fin de la infancia. De la misma forma que el padre tendrá que
aceptar que su hija está destinada a crecer y mudarse de casa, el príncipe
tendrá que enfrentar su aventura más épica encontrando su destino en un mundo
al que ya no pertenece. En 2022, tuvo mejor acogida con Coupez!,
una comedia de zombis, remake del film Kamera o tomeru na!, 2017,
de Shinichirô Ueda, película que comentamos hace no mucho en el blog. Su ultimo
proyecto es el film animado La plus précieuse des marchandises,
2023. Bien, en su esencia narrativa, The Artist, de Michel Hazanavicius
logra retrotraernos a ese pudor que contiene en sus entrañas el mundo del cine
silente y su inseparable compañero: el blanco y negro. Al observar la
cinta uno se siente atrapado en una dilatada frescura, embutida dentro de un
encendido homenaje -que no recicla, sino aglutina- al sentimiento del
espectador común o cinéfilo de cualquier época y condición, así como a todos
aquellos que emprendieron un mancomunado esfuerzo para que el cine -ese
épico que ellos descubrieron- pudiera ser considerado con justicia como el
séptimo arte. The Artist es una lograda síntesis de la emotividad
visual, de los miles de instantes por donde pasan escenas inolvidables de
películas del mejor cine clásico norteamericano, que nos enseñaron a amarlas,
pero es también una infinita sumatoria de nostalgia, melancolía, dolor, placer,
amor, perdón, fracaso, llanto, música, silencio, sonrisas, gozo etc., en fin,
un film inmortal, un ejercicio de fruición para la exquisitez de nuestros
sentidos. Es aquella película que tanto la Academia como todos nosotros
esperábamos para rencontrarnos con el cine de antaño dentro del cine moderno, y
su capacidad para deslumbrarnos. Este es mi sentir acerca de este incomparable
acto de devoción al viejo cine norteamericano de mediados de los años 20, ese
que daría el gran salto al sonoro por lógica decantación de la tecnología
asociada a la novedad del momento. Estamos hablando de aprox. 40 años luego de
los pioneros de la Escuela de Brighton, y de George Méliès, quien le compró
a Robert William Paul su primer aparato cinematográfico. Pero, la pregunta que
cabe hacernos con relación a cómo un pastiche de la lineatura de The
Artist logró apoderarse del premio mayor de la Academia, es decir, si
su director con la complicidad de la Academia, quisieron facilitarnos en estas
épocas tan distintas y/o distantes, el acercamiento a aquellas cintas silentes
con las que se inventó el cine, o simplemente fue una manera de poner paño frío
en este nuevo siglo donde la sustancia de lo artístico ha sido remplazado por
la vorágine de la tecnología digital, intentando convertir al cine en un
producto consumible, pasadero, cargante y que genere millones en ingresos, sin
importar nada ni nadie, y desparramado en la totalidad de países norteamericanizados.
Si tomamos la segunda hipótesis como válida, se termina por desnaturalizar y
destruir toda posibilidad de una alianza entre el cine de hoy con el de años
atrás, que desde mi opinión podría ser un buen negocio si se sabe plantear y
plasmar. También está el Internet -que si bien no compite con una sala de
cine- su masividad ya ha complicado diferentes industrias, sin menospreciar
competencias más directas como el video casero y el televisivo pagado.
Entonces, el espectador que hoy, y no me refiero a los estudiantes de
comunicación audiovisual, quiera acercarse a lo que significó el cine mudo en
B/N y su transvase al sonoro tendría que adecuarse a un código comunicativo y
expresivo contrario al que está habituado. No se podría entender un partido
de básquetbol si solamente conocemos las reglas del fútbol, ni se puede
comprender la pintura de los primitivos si se tiene como único punto de
contacto la pintura renacentista, por lo tanto, no se puede observar el cine silente
como se observa el de hoy en día o el cine clásico estadounidense de los 30, 40
o 50, que es precisamente de donde Hazanavicius se cuelga con pericia. Como
este argumento parecería no ser el correcto o el más racional, la Academia
aparenta poner una especie de freno reflexivo para que los intereses en juego
puedan manejarse con mayores porcentajes de humanidad cuando los grandes
estudios decidan invertir en hacer películas de distinto talante. El mensaje es
el de siempre: hay lugar para todos en este mundo, y la industria no debería
tomar el camino más fácil. Se aceptará o simplemente caerá en saco roto. Creo
que todos imaginamos que sucederá en el futuro. Otra cosa, “Una forma de
industria ha muerto, viva la nueva industria” es una frase poco feliz que
pronuncian con insalvable torpeza algunos, pero que no sólo suena a un
intelecto confuso, sino a un cariño negado hacia los forjadores del cine que
ellos mismos y todos disfrutan, y con el que la mayoría lucra. Hazanavicius nos
cuenta la historia del apogeo y declive de George Valentín, un encantador y
estiloso actor del cine silente norteamericano de principios del siglo XX, y que,
debido al invento del sonoro, no se quiere adaptar a los nuevos tiempos,
prefiriendo independizarse y realizar sus propias obras silentes no tomando con
seriedad el revolucionario suceso que regiría en el mundo de la cinematografía
de ahí en más. Valentin fracasa en su intento de luchar contra la corriente, y
su mayor decepción es que lo hace frente a una actriz amateur que conoció en
uno de los films donde él actuaba, y ella bailaba. Su vida parece sucumbir ante
esta circunstancia, aunque no todo es lo que puede parecer. La bella y angelada
bailarina se enamora del galán, pero Valentín no le da importancia salvo como
una inesperada fan o un romance platónico -la escena de la escalera dentro
de los estudios de grabación en donde ambos se cruzan es genial- hasta que
ella, Peppy Miller va haciéndose conocida en el ambiente artístico para
convertirse en poco tiempo nada menos que en la máxima estrella del cine
sonoro. La combinación en partes proporcionales de comedia, drama y romance que
amalgama el francés Hazanavicius es una de las grandes conquistas de la trama,
ya que se permutan con convicción los diferentes métodos narrativos que cada
género supone. El francés supo cuál era el reto y lo resolvió con inteligencia,
astucia y soltura. Por eso se llevó el Oscar, y también porque ordenó el
transcurrir de la historia principal entre Valentín y Peppy, a través de una
cadencia rítmica adecuada para la acción de cada género que colocaba con
justeza, sin excesos. Copió lo de antes y lo trajo con el mismo glamour al
presente. Además, escogió secundarios de notable fuerza e influencia en los
vaivenes de la pareja. Uggie, el fiel perrito de Valentín -Dujardin le debe
a Uggie su Oscar a mejor actor principal- confirma que el francés acertó
plenamente con el can, con el elenco y con toda la puesta en escena. Por lo
tanto, esta es una de esas cintas que logra conspirar por su originalidad,
enganchar por su recato y volverse inolvidable por su excelsitud. Si bien es
cierto The Artist supone un arsenal de desasosiegos que se
ciernen sobre la aparición del sonido, queda expuesta la belleza de la
verdadera añoranza y admiración de Hazanavicius por aquel cine pluralista del
gran Billy Wilder, especialmente Sunset Boulevard, 1950, una de
las críticas más profundas de Hollywood. También hace referencia a una de las
mejores películas de Cukor, A Star is Born, o a Citizen
Kane, de Welles, justamente porque también involucró un cambio
tecnológico. Pero, eso no es lo más interesante del largometraje. La lección
que deja Michel Hazanavicius es que volvió hacia atrás, y nos enfrentó por
algunos minutos a los pioneros de este maravilloso arte. El francés logró hacer
-no idealizar- lo que cualquier norteamericano tenía como obligación: recordar
su pasado. Pues bien, se necesitan agallas para contar una historia sobre
un icono de la industria francesa como Godard, el director que supuestamente ayudó
a moldear el cine tal como lo conocemos como parte esencial de la Nueva Ola Francesa,
pero Hazanavicius, asumió un riesgo considerable al crear un criterio
argumental poco ortodoxo de su vida, a través de una cinta biográfica y polémica.
Con suerte para Hazanavicius, la apuesta parece haber valido la pena en su
mayor parte, con un número decente de críticos señalando el proyecto como un
paso adelante considerable de su trabajo posterior a The Artist,
si no del todo al nivel de una película silente nostálgica, mientras que otros
han descartado la propuesta como un viaje simplista a un territorio infructuoso
y sacrílego. Para ser justos, no todo funciona bien en Godard Mon Amour.
A pesar de todas sus ambiciones sentimentales, Hazanavicius es mejor bromista
de género que dramaturgo. Pero, el hecho que aproveche sus puntos fuertes aquí
en lugar de tratar de trabajar en un registro utilitario demuestra que lo
reconoce, ya que es la única comedia de bocetos con conocimientos de cine sobre
una relación fallida, y eso solo la convierte en una valiosa adición a una
alineación estelar. En la superficie, el film trata sobre la vida romantica de
Godard -interpretado por Louis Garrel- luego de divorciarse de Anna
Karina, en particular su matrimonio con su segunda esposa, de solo 17 años, Anne
Wiazemsky -Stacy Martin- cuyos escritos se adaptaron a la película,
aunque la audaz decisión de Michel Hazanavicius de impulsar las cosas van un
paso más allá, examinando además al cineasta cuando se unió a una serie de
protestas en 1968, en Francia, donde los estudiantes salieron a las calles de Paris
para marchar contra las facetas capitalistas, y Godard se alejó de sus raíces
cinematográficas. Hazanavicius salpica su film con tácticas divertidas que
hacen un guiño a algunos de los conceptos de las películas de Godard de los
años 60: títulos que contradicen lo que estamos viendo, una secuencia en B/N
que reduce el acto sexual a partes del cuerpo, un sorprendente estallido de
imágenes negativas, etc. Estamos, sin duda, ante una cinta ligeramente audaz y fascinante
con toques cómicos que, quizás de manera más palpable, traza el desacoplamiento
de Godard del medio que ayudó a revolucionar con el mismo tono que a menudo se
aplica a asuntos de un romance interpersonal. Las películas clásicas, en cierto
modo, están presentes, pero me gustaría que viéramos un poco más de la
efervescencia que las infundió. El tono es entusiasta, fino, exploratorio, pero,
aunque el estado de ánimo sigue siendo ligero, la historia que se cuenta es bastante
oscura. Si bien Godard, un cineasta en activo hasta hace poco -falleció hace
un año- es considerado una de las figuras más destacadas del medio, y Hazanavicius
no es ajeno a la adoración crítica. Louis Garrel se deshace de sus gestos
habituales, a menudo narcisistas que distraen la atención, para sumergirse por
completo en una evocación de Godard que no es solo una imitación, a pesar de
ciertos tics vocales -ceceo, murmullos en voz baja etc.- pero que
reproduce de manera convincente y, a menudo, muy divertida, de un tipo atormentado
por la duda, la angustia política y el miedo a envejecer, combinando la triste
vulnerabilidad con vetas de bufonada. Hay un buen chiste sobre la propensión
de Godard a romperse los lentes. Como era de esperar con una cinta
como esta, muchos estaremos a favor y otros tantos en contra. Michel
Hazanavicius nunca tiene problemas para tener malas ideas, y convertir la vida
romántica de Godard en una comedia enajenada que a este le fue difícil entender
y superar. Hazanavicius se apropia de la vida personal de Godard para
convertirla en un sentimiento barato e insulta el estilo radical de su colega. La
acción cómica de Godard Mon Amour es entretenida al principio,
con Garrel ceceando a través de una imitación consciente, mientras Hazanavicius
fusiona escenas de discordia marital y disputas sociopolíticas con ritmos de
edición enérgicos y diálogos rápidos. Pero, a medida que ese esfuerzo continúa
reduciendo las ideas y filosofías audaces del período revolucionario de Godard,
así como el costo que sus ideologías cobraron en sus relaciones personales y
profesionales, a través de la parodia simple, Hazanavicius nuevamente se
presenta como un oportunista, y la trama como otro ejercicio vacío de estilo
prestado. Con The Artist, su homenaje al cine silente, Hazanavicius
tenía toda una era de referentes fílmicos en los que se inspiraba. Godard
Mon Amour reduce ese marco de referencia a los indicadores básicos de
la estética de Godard de fines de la década de 1960: colores primarios,
sincronización de sonido de vanguardia, voz superpuesta irónica en relación con
la acción en pantalla etc., y usa todo esto con el propósito de satirizar su
caricatura ficticia. La película se desarrolla como una sesión de troleo
extendida: cuando Godard expresa su objeción a la desnudez gratuita,
Hazanavicius corta una escena doméstica del hombre y su esposa desnuda, con un inconsciente
Godard rozando sus dientes, mientras la sermoneaba con altivez. Para finalizar,
hay un precedente para que Hazanavicius explore el antisemitismo de su sujeto,
como lo hace en una escena, y una causa probable para abordar la misoginia de
Godard, especialmente considerando que el film se basa en parte en una novela
que la Wiazemsky escribió acerca de su matrimonio de 12 años con el francés.
Pero, la amplitud de la comedia de Hazanavicius es irrespetuosa, e incluso su
caracterización de la Wiazemsky, novelista y directora, parece delgada y torpe,
es decir, la típica esposa sufrida de un hombre brillante. Cuando la película
abandona la comedia y da un giro abrupto hacia el melodrama serio,
interpretando la narrativa de una tragedia romántica, la táctica se siente aún
más falsa. Hazanavicius coopta la vida personal de Godard y denigra el estilo
radical del autor con la iteración más conservadora que se pueda concebir. Vale
la pena verla y sacar una conclusión propia.






























































István Szabó, nacido en Budapest, en febrero de 1938, es el director de
cine más conocido de su país, y es considerado uno de los mejores exponentes
del cine húngaro en el exterior. En los años 60 y 70 produjo varias cintas su
tierra natal catalogadas como cine de autor, en las que exploró historias de su
país desde la perspectiva de su generación. Entre ellas, el drama Apa o
Father,1966, donde un niño asiste al funeral de su padre en una
Budapest arrasada tras los bombardeos de la recién finalizada Segunda Guerra El
fantasma del progenitor, convertido en figura heroica, sobrevuela constantemente
la vida del pequeño, convertido a su vez en héroe, por herencia paterna, y a
los ojos de otros niños. En contra de lo que podría esperarse, István Szabó
huye deliberadamente de cualquier pretensión de solemnidad y se decanta por el
terreno de la ironía y el absurdo en el relato vital del protagonista desde la
niñez hasta los tiempos de joven universitario, con el trasfondo de la
emergente figura de Stalin; Szerelmesfilm o Lovefilm,
1970, un imaginario cinematográfico de los aspectos no contados del amor y la
esperanza entre las personas. Representa el amor entre dos enamorados desde
cuando eran niños que siguen compartiendo un fuerte vínculo y una amistad a
través de su vida adulta a pesar que no lo definen como una relación de amor.
Ellos se refieren a su relación como amigos de infancia, y Tüzoltó utca
25 o 25 Fireman's Street, 1974. En la década siguiente,
su trabajo salió de las salas de cine de arte y se volvió masivo, con Bizalom,
1980; la trilogía compuesta por el film Mephisto,1981, que hoy repasaremos,
ganadora del Oscar a la Mejor película en idioma no inglés y en el Festival
de Cannes como Mejor guion; Redl ezredes, 1985, ganadora del Premio
del Jurado en el Festival de Cannes, y Hanussen, 1988. En los
años noventa dirigió películas en inglés, como Meeting Venus, 1991;
Sunshine, 1999, Talking Sides, 2001, y Being
Julia, 2004, que hoy comentaremos, y que obtuvo una nominación al Oscar
por la formidable actuación de Annette Bening, quien perdió injustamente con
Hilary Swank del film Million Dollar Baby. Otros largometrajes
del cineasta, al margen de varios cortometrajes son: Edes Emma, drága
Böbe, 1992; Shem, 2004; Rokonok, 2006; Az
ajtó, 2012 y Zárójelentés, 2020. Bien, según muchos sabemos,
Mefistófeles -especialmente tras la publicación del Fausto de Goethe en
el siglo XIX- es de muchacho un demonio que hizo pasar las de Caín a
ese enamorado obsesivo que, al hacer argucias para obtener el favor de su amada
Margarita, casi pierde alma y cielo, revelando un ánimo proclive a los placeres
de corto plazo que a los ideales y recompensas de largo aliento. De modo
análogo se conduce el virtuoso actor Hendrik Höfgen -encarnado a través
de una interpretación formidable de Klaus Maria Brandauer- quien se
vale de su dominio del arte y facilidad para relacionarse para ascender en la
escala social y hacer suyas las sinecuras de los favorecidos por el sistema.
Todo parece estar bien, no habría posible discusión al respecto, pero ocurre que
el hombre transita en la línea del tiempo sólo unos años antes, y luego,
durante el período en que los nazis gobernaron Alemania, lugar donde los
dirigentes lo utilizan como un argumento vivo de propaganda política. Así,
Hendrik se enfrenta a un dilema existencial que confronta su arte y sus
convicciones políticas con el juicio de la historia. Por otra parte, la
tentación de ir al auxilio del inframundo para obtener lo que persigue alguien
en la encrucijada de su vida, anega al imaginario colectivo universal a la
literatura, así como otras temáticas que sostienen a las bellas artes. La
definición oficial de Fausto es: Personaje de la leyenda alemana que
vende su alma al diablo. Esto se promulgó por primera vez en la
literatura con la “Historia von D. Johann Fausten”, obra impresa en
1587. De autor desconocido, el libro surgió en una época en que la vida
religiosa alemana se hallaba dominada por la figura de Lutero. El pacto con el
diablo, relacionado con la figura del alquimista -insaciable
especulador y experimentador- que adquiere la eterna juventud, la sabiduría
y poderes mágicos, y que constituiría el núcleo de las subsiguientes
elaboraciones literarias. Temáticas y personajes han ejercido seducción en los
más célebres autores de distintas disciplinas artísticas, países y épocas.
En Mephisto -obra maestra de la armónica plasticidad
de Szabó- se nos presenta a Höfgen, desde que este aspira al
estrellato hasta cuando su persona es indisolublemente asociada con su
personaje, cuyo mote es justamente el título del film. En las escenas
iniciales, con la presencia de Juliette Martens, su bella amante de color,
observamos cómo esta le va a descubrir los secretos de su rítmico bailar, de
aquella expresión corporal en la plenitud del movimiento. Esos iniciáticos
encuentros erótico-amorosos, son retablos de atrapante colorido contrastantes
con escenarios de una Alemania lumpen. Pero, no afecta para nada el goce, ni el
fogoso encuentro de los amantes conjugados en una corpórea unicidad.
Juliette -interpretada por Karin Boyd- conoce a Höfgen a
fondo. Sabe, por ejemplo, que ha cambiado su nombre, Heinz, por el de Hendrik,
ya que lo considera de mejor gusto. Le dice: “evitas reflejar la
sinceridad en tu cara porque llevas una máscara” ¿¿Será esta la razón por la
que su caracterización de Mephisto es la que mayores halagos recibirá??
¿¿Influirá en ello lo que el propio Höfgen le va a confesar a Barbara Bruckner
-actuada por Krystina Janda- con quien se casará, quien posee un pasado
sufrido?? La mujer señala: “muchas veces he querido desaparecer en
las profundidades del infierno” En cualquiera de los casos, todo ello
deviene en la existencia de un actor de talla mundial que siempre va
a aplicar rigurosidad a su desempeño personal en escena y fuera de ella.
La rueda de la fortuna, como en los episodios operísticos de la aclamada
Carmina Burana, produce giros inesperados, sucesivos, en que el temple y el
hambre de gloria de Höfgen hacen que siempre tenga cercanas las oportunidades,
a partir de la modesta “troupe” de la que forma parte, y a la que,
irremisiblemente, tendrá que abandonar en su acometida personal de los caminos
que lo van a conducir al éxito. La cima le exige, por momentos, dejar de lado
su decidida simpatía por un teatro proletario, por ejemplo, del desarrollado
por Brecht en Alemania, y por no pocos dramaturgos y directores rusos de la
época. La justificación de Höfgen ante sus compañeros en un ensayo es: “hay
que mostrar la función social del teatro, no debe ser sólo revolucionario, sino
también bueno y sentimental”. Sin embargo, el actor no es un sujeto amoral
como lo avalarán sus hechos conforme discurra la narrativa de István
Szabó. Habíamos mencionado que Höfgen hace de su arte y de su destino una
unidad indivisible. Llega el momento, en que le quedará “chica” la
compañía teatral de la que forma parte -“no quiero un contrato, quiero
libertad; no quiero ser el favorito sólo de una ciudad”- por lo que,
tras recomendaciones que hace de él y de su trabajo la reconocida actriz Dora
Martín -IIdiko Kishonti- deja la seguridad y la reputación
conquistadas para hacerse de un sitio prominente en un lugar más exigente,
además, que empezará con un sueldo más bajo al que tenía hasta entonces. Nada
va a detener a un decidido Hendrik. Pronto, su arte le generará simpatías
ajenas, amén que sabe cortejar y cultivar correctamente sus vinculaciones con
los valerosos críticos de arte, políticos, gente de la alta sociedad etc. Son
tiempos de efervescencia: se habla del creciente encanto y afecto para el proceso
electoral por parte de aquellos radicales nacional-socialistas, y que Hendrik
concentra por sí mismo y por su seductora forma de imponer su arte. Pero, el
actor es un producto de la avaricia, no va a reaccionar ni aún con los llamados
a la sensatez que le hacen su esposa Barbara -a quien le dice: “Tú anda
de compras, yo necesito de mi patria”- o Dora Martín, quien
opta por ir a conquistar los escenarios de América. Ambas, por su ascendencia
judía, saben que tarde o temprano serán perseguidas por el régimen. Höfgen
representa con gran éxito su célebre caracterización de Mephisto, luego de lo
cual es convencido de participar en una película que será filmada en Budapest. Lo
sacan del país porque Hitler y sus esbirros conquistan el poder, surge el
terror nazi, empiezan a utilizarse listas negras, y es temible permanecer en
Berlín. Angelika Siebert, alta funcionaria, le ofrece garantías de seguridad
personal para que pueda regresar a la capital alemana, a lo que Hendrik
accederá. Ello favorece el contacto cercano con el general que actúa como ministro
de Cultura -una magnífica interpretación de Rolf Hoppe-. Szabó
deriva una trama entre personajes matizada, que se confronta con el poder y el
arte ideologizadas fanáticamente, en contra del arte pura y la necesidad personal
de supervivencia. En no pocos momentos, no el actor, sino el propio Hendrik,
tendrán que actuarse a sí mismo, y a otros a sí mismos, para sobrevivir sin
dejar de tener en claro quién es quién. Szabó aborda el tema de la relación
entre el arte y el poder, el arte y la política etc. ¿¿Puede el artista
ser únicamente artista, independientemente de la política?? El
cineasta húngaro nos da la posta difícil de imaginar a un hombre privado de
conciencia política. Pronto, el ministro de Cultura advierte el potencial de
imagen que representa Hendrik Höfgen, respecto del arte que respalda a la
Alemania nacista. Establece que no se produzcan obras bolcheviques ni comedias
francesas, sino que las puestas en escena y esfuerzos culturales habrán de
orientarse al rescate del arte y alma alemanes. Y, a la par que Höfgen
desempeña brillantemente su labor de portavoz de un régimen en el que no cree,
empieza una discreta labor de auxilio y ocultamiento, e incluso, de intercesión
ante el ministro por varios de sus compañeros perseguidos -entre otros,
de Hans Miklas, colega actor en la compañía de Hamburgo, quien era nazi, y que llegó
a pelearse con Höfgen por esta causa, y que cuando advierte la realidad, se
vuelve opositor clandestino al régimen-. Aquí la evocación con La
lista de Schindler de Spielberg resulta inevitable, si bien este
film es posterior al del húngaro. El diseño de imagen que el ministro hace de
Höfgen lo lleva a sugerirle la oficialización de su ruptura con Barbara, su
esposa judía exiliada -cuando le pregunta por ella, Hendrik le dice que
cree que está en París, que no sabe mucho de ella- mientras el ministro
le precisa que está en Estocolmo, editando un periódico en contra de su patria.
Le indica que no le implicará mayor esfuerzo el divorciarse, pues “los
alemanes que se fueron de su país firmaron su propia sentencia de muerte. Hay
que tirar las manzanas podridas. La política, como el teatro, es una lucha
permanente, al igual que toda renovación es el inicio de una guerra”. Luego
de ello, favorecerá el cortejo con Nicoletta Lindethal -Christine
Harbart- para formar una pareja aria que engendrará hijos alemanes,
dignos de su origen. A estas alturas del film, ya no se sabe quién es más
mefistofélico, si el ministro convencido de alentar hasta la muerte un racismo
purista cultural, o el propio Hendrik, quien hace su propio juego en la
cuerda floja caracterizando a Mephisto. Al respecto, es ilustrativo el diálogo
que inicia el ministro: “En nuestros teatros debería haber una aduana
para los contrabandistas de la cultura. Para evitar que los elementos
extranjeros envenenen la cultura alemana. Eso no lo pueden controlar los
guardias de la frontera. Esto es un tema de los trabajadores de la cultura.
¿¿Me comprende??: Sí, señor ministro. Su Mefistófeles me hace pensar, Hendrik,
porque su interpretación descubre al gran canalla. Todos tenemos algo de él.
Todo alemán oculta algo de él. ¿¿Dónde iríamos a parar con el alma de Fausto??
Mefistófeles es otro héroe nacional, pero no hay que divulgarlo”. Luego
de este encuentro, Höfgen será utilizado como una especie de portavoz lustroso
de lo que es la Alemania de Hitler y su cultura. Las declaraciones del ministro
y las del propio actor se vuelven complementarias. Pero, aunque todo parecería
transitar sobre rieles, se incrementa la deuda de Hendrik con la historia. Como
apunta él -ahora director del Teatro Estatal de Berlín- acerca
de la personalidad de Mephisto y su encanto: “La sorpresa es su
secreto. Es importante que el público no sepa lo que él va a hacer”. Comparamos
antes a Schindler, el empresario alemán que ayudó a muchos judíos a evadir el
holocausto con el Hendrik Höfgen de István Szabó, quien auxilia a sus
compañeros de teatro para que no sean victimados. Ello se produce en un proceso
de conciencia creciente en ambos personajes. El ahora actor-funcionario empieza
a sospechar respecto de lo que en verdad ocurre con el nazismo en el poder, con
las acciones que emprende el régimen a quien apoya con su quehacer cultural y
público. ¿¿Qué podría estar sucediendo al interior de Hendrik?? Según
la Teoría de la Reducción de la Disonancia Cognoscitiva, la
relación entre lo que sabe una persona y la forma en que actúa, no es sencilla.
En general, y naturalmente, la gente actúa en forma consecuente a lo que sabe.
Si una persona percibe cierto peligro, generalmente se vuelve precavida; si
sabe que un restaurante es mejor que otro, habrá de comer en el mejor, y así sucesivamente.
Con frecuencia, sin embargo, ocurren incongruencias entre la forma en que actúa
una persona y lo que sabe. Se podría aventurar la siguiente proposición
teórica: siempre que una persona tiene información o una opinión que
considerada en sí misma, la conduciría a abstenerse de cierta acción, esta
información es disonante con el hecho de haber realizado la acción. Cuando
existe esta disonancia, la persona tratará de reducirla cambiando sus acciones,
creencias y opiniones. Si no puede cambiar la acción, el cambio de opinión
acude inmediatamente. Este proceso psicológico, o reducción de la disonancia,
puede explicar el comportamiento, frecuentemente observado, de la gente que
justifica sus acciones. Por lo tanto, Hendrik encuentra una
justificación a su proceder con la ayuda que brinda a sus amigos merced a sus
influencias en los altos círculos. En estos vaivenes se
encuentra el actor cuando sobreviene la secuencia de su matrimonio con la Lindethal,
una de las más hermosas y plásticas escenas del film, en que Szabó combina con
armonía música, baile, planos, emplazamientos geométricos, etc., para un
logrado conjunto de tomas, encuadres y movimientos de cámara, vorágine
climática que culmina con el baile colectivo de una canción típica alemana en
que varios danzantes son caracterizados como Mephisto, la personificación más
célebre del actor contrayente. Tiempo después, un diálogo entre Hendrik y su
ahora mujer, en la acomodada vivienda que les fue dada, es una acción
reveladora respecto de cómo ha operado la reducción de la disonancia
cognoscitiva en el personaje interpretado por Klaus María Brandauer. Le dice: ¿¿Sabes
en qué pienso últimamente, Nicoletta?? En si nos merecemos esto, y analizándolo
bien, y siendo estricto, creo que sí. Quienes sabemos representar con hidalguía
a la individualidad y al arte ¿¿no debemos sobreponernos a lo que pasa en el
mundo?? Pese a la perversión del mundo, el arte permanece siempre puro y
verdadero, ¿¿no?? Al interpretar lo que afirma Hendrik, sus dudas caen
en ese vacío del sentido existencial cuando se confunde el “sí mismo” con
su persona. Lo señaló Bergman sobre su película Persona. “Hay
una palabra que siempre me había obsesionado y me vino al pensamiento: Persona,
el vocablo latino con el que se designaban las máscaras, detrás de las cuales,
en la antigüedad, los actores ocultaban el rostro. Yo estaba encantado: mi film
llevaría este título curioso, Persona, palabra cuyo primer sentido fue
alterado, porque de significar máscara, pasó a designar a aquel que se ocultaba
detrás de ella”. Este pareciera ser el caso de Hendrik con su máscara,
caracterización y atavío de Mephisto. Sin embargo, Hendrik ya no sólo pesa
sobre el escenario en su calidad de actor, sino que también participa en el
aparato cultural del Estado, por lo que es un ser diplomático y/o político,
quien con todos debe de quedar bien, y si no fuese así, en un régimen como el
nacista, algo grave podría sucederle. Para Szabó, Mephisto no
parece ser una historia sobre la dictadura nazi, sino una meditación válida en
cualquier tiempo y espacio. A través del personaje de Höfgen, nos muestra a
alguien que se esfuerza por triunfar, por ser aceptado por todos, poniendo en
ello su máximo empeño. Pero, cuando sube al poder del nacismo, la vida de
Hendrik acaba mutando en un torbellino de miedo y violencia, en un país que
redefinió el concepto de muerte, y donde el sistema absorbe lo que sea. Pues
bien, Being Julia es una formidable película acerca de la vendetta
femenina. Escribe el guion Ronald Hawwood, quien se basa en la novela Theatre,
escrita en 1937, por el británico W. Somerset Maugham. Se rueda en Hungría y
Londres, con un Budget de 18 millones de dólares. El cineasta húngaro nos sitúa
en la Londres a finales de 1938, meses antes del comienzo de la Segunda Guerra
Mundial. La afamada actriz teatral Julia Lambert -interpretada por una
extraordinaria Annette Bening- llamada “la diva del West End”, tiene
45 años, en plena madurez artística, casada con el apuesto empresario de teatro
Michael Gosselyn -Jeremy Irons- se siente cansada y abatida como
consecuencia de la crisis de su mediana edad. Afronta la situación buscando
nuevas emociones. István Szabó fusiona con elocuente destreza los géneros de romance,
comedia y drama. Plantea un tema principal de reflexión, referido a la
necesidad de saber envejecer y la conveniencia de aprovechar las muchas
oportunidades de vivir que se tienen cuando uno ha alcanzado experiencia. La
vida no termina a los 45 años. Otra propuesta de reflexión se refiere a la
posible consideración de la vida como una representación teatral referida a la suma
de actuaciones, en la que cada uno elige el papel que quiere representar y el
modo de hacerlo. Muestra al efecto la interacción y el paralelismo de los
diversos papeles que Julia interpreta en escena y en lo cotidiano de su vida.
El eminente realizador húngaro construye un retrato interesante del mundo del
teatro en Londres y, por extensión, en las grandes ciudades de Europa y los EEUU,
en los años 30. El teatro tenía una preminencia social y artística de gran
relevancia. La lucha entre las estrellas que habían alcanzado la madurez y los
nuevos valores que deseaban prosperar dio lugar a numerosas historias, objeto
de atención en films anteriores, como las notables: All About Eve,
1950, de Joseph L. Mankiewicz y The Red Shoes, 1948, de Michael
Powell y Emeric Pressburger. La obra está punteada de humor e ironía tanto
dramática como amor iluso. Being Julia posee una ambientación de
lujo, que presta atención al detalle y cuida su concepción y diseño. El
vestuario se presenta tratado con esmero y sentido de la elegancia. La
interpretación de Bening, pensada para el Oscar, es inigualable. Le dan réplica
adecuada dos actores veteranos: Irons y Greenwood, acompañados del joven Shaun
Evans en el papel de Tom Fennell. El film mantiene el interés a lo largo del
metraje y lo eleva hacia el final mediante un quiebre sorprendente. Las novelas
y los cuentos de W. Somerset Maugham se adaptaron para el cine y la TV durante
su vida, pero la posición actual de su reputación está abierta a debate. La
mayoría de sus libros todavía están impresos, algunos podrían incluso leerse,
pero no se han convertido en películas en los últimos años. Somerset Maugham
también fue un dramaturgo extremadamente exitoso, pero sus obras ya no se
representan. Su novela Theatre muestra su conocimiento de los que pisan
las tablas. También nos muestra más corazón del que estaba acostumbrado a demostrar,
incluso si, al final, pregona su familiar rutina de “el amor es para los
tontos”. Si bien Being Julia se siente al principio como un
vehículo estelar algo destartalado para la Bening, y pareciera mal interpretada
en las primeras escenas, quizás demasiado realista y californiana para ser
Julia Lambert, una vez que la actriz nos acostumbra a su tipo de acento y a
toda la parafernalia de la época, la película comienza a convertirse en algo
inusual, y esto tiene que ver con la forma en que István Szabó, maneja el
material. Julia es un cliché, una actriz que no puede dejar de actuar, pero la Bening
y el director húngaro toman esta especie de noción cansada y le devuelven la
vida. Hacen la historia fácil y complaciente del autor británico y la
profundizan con agudos detalles psicológicos. La película más famosa de Szabó, Mephisto,
fue una condena radical, pesada y obvia de la actuación como profesión. En Being
Julia, Szabó vuelve a abordar este tema desde un punto de vista más
ambiguo, pero contundentemente entretenido, y una dirección de actores fabulosa.
Cuando Julia conoce al joven Tom, un atractivo trepador social estadounidense,
no puede evitar sentir cosquillas por su atención. En celo por un amante lo
suficientemente joven como para ser su hijo, ella encuentra todo tan divertido
que constantemente se echa a reír sin poder hacer nada, y es ahí donde nos
atrapa y nos hace suyos. En esta sección de la película, la Bening baja la voz
a un ronroneo algo sexy, y se pone depresiva y sucia manipulándonos a su
antojo, sino observen con atención la escena en que se enfrenta a ella misma a
través de un espejo. Este despertar carnal le da pleno acceso al personaje, y
está en terreno firme para el resto de la trama. Julia se siente humillada
cuando Tom la deja plantada por una actriz más joven. Esta se acuesta con el
marido de Julia, y toma un papel ingenuo, aunque seguro en la nueva obra de la diva
del West End. Lenta y cuidadosamente, Julia trama una ingeniosa venganza contra
su rival. En la novela, Julia hace lo que harían muchas actrices mayores: eclipsa
a la muchacha jugando con un pañuelo rojo y pisoteando su risa. En la
película de Szabó, Julia se lanza hacia una improvisación viciosa y encantadora,
dando rienda suelta a su total desilusión amorosa. Su veneno es recibido con
vociferantes aplausos, y la ingenua principiante se queda lloriqueando en el piso
del escenario. En una película más ordenada, solo sentiríamos el triunfo de
Julia. Pero Szabó y la Bening van mucho más allá, sugiriendo que la humanidad
de la actriz está cuajada por su rechazo a la vida por el arte. La cinta
termina con Julia sola en un restaurante, renunciando a la fiesta del elenco y
disfrutando de un vaso de cerveza. Esta es una conclusión amarga, alejada del
júbilo de la Julia filmica cuando se siente con aires de suficiencia superior a
su audiencia. La Julia de la Bening ha ganado, y parece resignada a su destino
solitario y sin amor, pero también parece culpable, como si supiera lo injusta
que ha sido. Lo más probable es que quienes observamos apreciemos a Julia
únicamente por la actuación espectacular de la Bening, pero la película en sí
no debe pasarse por alto; es una mirada agria y observadora a la seducción de
la venganza, pero que se da vuelta y termina regalándonos una postura que nos
deleita hasta en los momentos menos significativos. No se la pierdan. Una meritoria
y agradable comedia dramática y romántica.























































Angelina Jolie Voight,
nacida en Los Angeles, California, en junio de 1975, es una actriz, directora,
productora, empresaria y filántropa. A lo largo de su carrera, Angelina ha
recibido reconocimientos por sus logros fílmicos, entre ellos dos Oscars de la
Academia, uno a Mejor actriz de apoyo y otro por el premio humanitario, tres Golden
Globes y dos premios del Sindicato de Actores SAG. Desde el año 2012
fue nombrada como Enviada Especial del Alto Comisionado de la ONU para Refugiados.
En 2016, la London School of Economics anunció que la Jolie sería
profesora de un nuevo tipo de máster sobre “Las mujeres, la paz y la
seguridad” con el objetivo de promover la igualdad de género y ayudar a las
mujeres afectadas por los conflictos de todo el planeta. Aunque comenzó
actuando en 1982 junto con su padre Jon Voight, se le atribuye como debut
oficial su papel en la película Cyborg 2, 1993, de Michael
Schroeder. La primera interpretación principal la hizo en Hackers,
1995, de Iain Softley. En 1997 actuó en la polémica miniserie de TV: George
Wallace, de John Frankenheimer, acerca del exgobernador de Alabama. Su
reconocimiento internacional se inició luego que ganara el Oscar como Mejor
actriz secundaria en el largometraje Girl, Interrupted, 2000, de
James Mangold. En agosto de 2001, fue nombrada en Ginebra, Embajadora de
Buena Voluntad de ACNUR, por su compromiso y trabajo humanitario y desde
entonces ha visitado, cumpliendo su mandato, más de 40 zonas de importancia,
entre ellas Libia, Bosnia, Haití, Congo, Siria o Irak, denunciando de manera
especial la violencia sexual contra las mujeres en las guerras. Desde ahí hacia adelante su labor como actriz
ha sido extensa y conocida, siendo una artista taquillera y de enorme
convocatoria. Obtuvo la nacionalidad camboyana y ha declarado públicamente su
bisexualidad. Como cineasta, Angelina debutó con el documental A Place in
Time, 2007, en donde sigue la vida de la gente en 24 países alrededor del
mundo en solo una semana. Actores y actrices amigos de Angelina Jolie visitan
orfanatos, campos de refugiados y demás, y así poder crear conciencia con respecto
a diversos conflictos sociales. En 2011, dirigió su primer film de ficción: In
the Land of Blood and Honey, drama belico donde se inmiscuye en la
guerra de Bosnia. En 2014, realiza el drama biográfico de supervivencia Unbroken,
film acerca de Louis Zamperini, un joven que, tras participar en los Juegos
Olímpicos de 1936, se alistó en las Fuerzas Aéreas de los EEUU para luchar en
la Segunda Guerra Mundial. Cuando el bombardero en el que combatía se estrelló
en medio del Océano Pacífico, navegó a la deriva hasta que fue capturado por
los japoneses. Ambas propuestas fueron bien recibidas por la crítica y público.
Al año siguiente filma By the Sea, actuando junto a Brad Pitt y
la francesa Mélanie Laurent. No obtuvo buenos comentarios y las casas productoras
Jolie Pas, Plan B Entertainment y Universal perdieron
dinero. En 2017, Angelina rodó First They Killed My Father, que
comentaremos hoy, otro drama biográfico adaptado de las memorias de Loung Ung, una
activista por los Derechos Humanos nacida en Camboya, de donde huyó en 1975,
tras la Guerra Civil que llevó al poder a los Jemeres Rojos. Finalmente, la
película Without Blood, 2023/2024 es su proyecto inmediato. Pues
bien, como cineasta, Angelina Jolie es una mujer pragmática, lúcida y con
talento para dramatizar un proceso filmico, aunque se ve socavada por una abierta
inclinación por lugares comunes, aunque edificantes. En By the Sea,
la Jolie descartó esta tendencia, pero vuelve a ella en First They Killed
My Father de manera intrigantemente desigual. Inicialmente, el film nos
busca engañar con primeros planos repetitivos, a menudo sensibleros a través de
niños en peligro, para evolucionar gradualmente hacia un estudio
conmovedoramente duro y casi libre de diálogos sobre la supervivencia en la
guerra como una lotería existencial. First They Killed My Father
está ambientada en Camboya a mediados de la década de los 70 después que los
EEUU perdiera interés en bombardear el país. Aunque se debate el papel norteamericano
en el surgimiento de los Jemeres Rojos, miembros del Partido Comunista de
Kampuchea, que, tras la guerra de Vietnam, la salida de los EEUU, y el
derrocamiento del general Lon Nol -que regía una dictadura militar desde
1970- tomó el poder en abril de 1975; Angelina ve a sus compatriotas como
los principales responsables de la ascensión del régimen, particularmente en la
unificación de la fe civil en una administración que invocaría un gobierno
autoritario como una perversión del comunismo. La película comienza con un
montaje, acompañado de un uso casual de la canción “Sympathy for the Devil”
de The Rolling Stones, letra en donde los discursos pacifistas del
presidente Nixon se contrastan con imágenes de los EEUU atacando a una nación
que proclamó la neutralidad durante la guerra de Vietnam. Tal violencia egoísta
deja una grieta en el tejido social del lugar que resiste el asalto, una brecha
en la que los Jemeres Rojos ingresan de manera decisiva. Incluso los
manifestantes más feroces contra la guerra pueden encontrar la explicación de
la película para el ascenso de los comunistas como simplista, aunque la
causalidad en última instancia no viene al caso. El film está menos interesado
en la política global que en ofrecer un tapiz experiencial de guerra e invasión
como lo presencia la niña Loung Ung -Sareum Srey Moch- mientras los
Jemeres Rojos llegan al poder y derriban el régimen autoritario anterior bajo
una ola de esclavitud y genocidio. El padre de Loung -Phoeung Kompheak-
estaba con la policía militar del gobierno anterior antes de su caída, poniendo
a la familia en riesgo de exterminio si alguien en el nuevo establishment
descubre su identidad. Con una integridad constante, el padre de Loung mantiene
una cara tranquila para Loung y sus hermanos, mientras están internados en un
campamento y obligados a trabajar en campos de cultivo de vegetales subsistiendo
con pequeñas porciones de una especie de sopa de papa. Una ironía espinosa, es que
el otrora próspero padre de Loung podría haber sido un opresor, pero no le
interesa a Angelina, quien coescribió el guion con el verdadero Loung Ung
basado en el libro de no ficción de este último. Para ser justos, a la Jolie no
le interesa la caracterización, muy al margen de los amplios contrastes que
establece entre la benevolencia de la familia de Loung y la implacable crueldad
e hipocresía de sus captores. Este retrato de sufrimiento infinito y angelical
amenaza con volverse tedioso, aunque Angelina pronto revela un esquema moral
que va a resultar funcional en su intimidad. El rostro de Loung, inicialmente bello
y con los ojos muy abiertos, se vuelve cada vez más endurecido por la batalla, pero
compensado por una mirada que irradia una inteligencia feroz. El
sentimentalismo de la Jolie evoluciona hacia una sorprendente visión del
infierno que va navegando fijándose en elementos inmediatos y minuciosos.
Cuando separan a Loung de su familia y la obligan a ingresar en el ejército, la
Jolie se demora en una toma de niños-soldados sosteniendo sus rifles sobre sus
cabezas bajo la lluvia, mientras una serpiente se desliza hacia el agua y los
engulle. Loung se da cuenta de la serpiente, pero la guerra la ha convertido en
una niña a la que ya no le incomodan ni molestan esos detalles, lo que indica
una dureza que es admirable, aunque trágica. Por necesidad, una niña ha muerto (en
sentido figurado) para dar paso a una guerrera, lo que Angelina Jolie reduce a una
imagen de horror. La actriz-cineasta trae este sentido de geometría a la
batalla culminante, cuando los Jemeres Rojos son rechazados por el ejército
vietnamita, atrapando a Loung, sus hermanos y otros compañeros de prisión entre
dos ejércitos en medio de la guerra. En esta secuencia, el sentido primario de
causa y efecto de Angelina está ligado a la elección visceral de una niña entre
luchar o huir. Las secuencias de sueños y fantasías, inicialmente literales y
derivadas en su evocación de la nostalgia de Loung, luego se usan para
dramatizar el proceso de su pensamiento, ya que confía en el entrenamiento
militar para evadir las minas terrestres en una secuencia aterradora y hasta estimulante.
En otras palabras, la Jolie es una cineasta que expresa mejor la psicología a
través de interacciones crecientes entre personas y escenarios. Loung se vuelve
majestuosa no en un estado de miseria estática -situación que podría haber
sido inolvidable representada por Bresson- sino cuando tiene un problema
que resolver. Esta característica de la sensibilidad de Angelina es evidente
incluso en una cinta como la subestimada By the Sea, que se ocupa
de la acción textural de una relación en crisis. La Jolie aún no es una realizadora
expresionista o una dramaturga dialéctica talentosa, razón por la cual las
primeras secuencias de First They Killed My Father, mientras estén
bien escenificadas, se sienten impersonales y rutinarias, pero si nos parece
ser una poeta floreciente de intelecto corpóreo. Buen film. Vale la pena
observarlo.
























































Agnès Varda nació en mayo de
1928, en la ciudad de Ixelles, y falleció en marzo de 2019, en el XIV Distrito
de París, lugar donde ancló su sentir fílmico. Estuvo casada con Jacques Demy, el
reputado realizador francés. Fue directora, fotógrafa, artista visual,
guionista, profesora universitaria, directora de fotografía, productora y
editora de cine, actriz, activista, documentalista y artista plástica. Es una
de las pocas mujeres que fue partícipe de la denominada “nueva ola” del
cine francés, a pesar de su natal Bélgica, sin que se le otorgara el lugar que
merece como correspondería en este movimiento. En su ópera prima, 1955, La
pointe courte, la Varda anuncia la modernidad del cine de los años 60,
sea por su estilo fisgón o por abordar con inteligencia los problemas de
pareja, pero sobre todo por las condiciones de producción con las que contaba. Sin
duda, la cineasta le debe su habilidad fílmica a su instinto por la imagen
justa, bien calculada, compuesta con frescura, su brillo magistral en la
utilización del color, a su experiencia como fotógrafa y documentalista. La
Varda es reconocida en el mundo del arte por su visión feminista de un cine que
juega siempre en extremos con la libertad de la inspiración, la búsqueda de la
felicidad, el vagabundeo de criaturas marginadas que sustentan mensajes
pertinentes. Al realizar documentales logrados como el mediometraje Salut
les Cubains, 1963 -al estilo de su amigo Chris Marker- u
otros geniales como Les glaneurs et la glaneuse, 2000, donde
se encuentra con recolectores que buscan entre la basura. Por necesidad, o por
azar, estas personas recogen los objetos desechados por otros. Su mundo es
sorprendente. A su manera, la Varda es también una especie de espigadora que
recoge imágenes de todos lados. Hace una biografía dramática de su propio
marido en Jacquot de Nantes, 1991, en base a testimonios
acerca de su vida. Es una realizadora de lujo para aquellos cazadores y
críticos de la imaginería visual. Una mujer dotada por el transmitir de
sensaciones que ella interpreta como discutibles. Sin lugar a duda, acomoda una
abundante gama de perfiles con precisión y preciosismo. Algo que creemos
absurdo e injusto, pero que pareciera que las nuevas generaciones están
logrando superar, es cómo excepcionales mujeres que le han aportado grandeza a
la sociedad, y principalmente al arte, no son recordadas por sus méritos, sino
por ser las esposas de alguien importante. Agnès Varda es una de
esas mujeres que han prestigiado no sólo a la filmica francesa, sino al mejor
cine proveniente del viejo continente. Ella decía: “Sólo espero
que al cumplir 80 años pueda tener el buen humor y la creatividad para hacer un
documental autobiográfico que pueda lucir encantador, con gran riqueza visual y
modesto”. No le faltó razón porque a esa edad es complejo poseer
las ganas y la paciencia de hacer arte. Agnès Varda hizo a los 80 años, Les
plages d'Agnès, 2008, cumpliendo su deseo para satisfacción de sus
seguidores. Lo que hace la cineasta es llenar su propuesta de fotografías y
clips de sus cintas, recreaciones de momentos del pasado, y una puesta en
escena caprichosa; por ejemplo, utiliza una figura de cartón de un automóvil
para mostrar cómo el garaje al final de su callejón en algún lugar de París era
tan angosto que la obligaba a hacer un giro total para maniobrar dentro de un
reducido espacio. Hay que estar atentos porque poco a poco nos damos cuenta que
la suma total de escenas de su paseo cinematográfico -suavemente
descritos- es conmovedor; un logro propio que se asemeja al estilo del
documentalista norteamericano Errol Morris. La película tiene una visión
ligeramente cronológica de su vida, desde sus primeros años en la Costa de
Bélgica a través de la existencia de la casa flotante de su familia durante la
Segunda Guerra Mundial. Su trabajo como fotógrafa en París a finales de los
años 40 y 50 es fundamental, su extensa carrera en el cine, así como su matrimonio
con Demy. La Varda intercala instantes donde revela un temperamento ocurrente,
su amor sin complejos por los gatos y también por el agua, su agradecimiento
por las imágenes que pudo lograr a través de grandes actores, su disfrute de
trabajar con los jóvenes, y cómo el camino del arte le infundió energía a su
vida. También pinta con trazos impresionistas aquel duro camino que siguió, o
por qué se permite el teñido de su cabello de forma estilizada por una
costumbre a través de un corte que proyecte una cara que ella misma describe
como la forma de un panqueque, y un color rojizo oscuro con una capa de blanco
natural. Es una decisión que no hace más que simbolizar en ella la ausencia de
egoísmo, realzando ese sentimiento de nostalgia que impregna alguna de las
escenas cuando recuerda a su familia y amigos ya fallecidos. Al hacerlo, se
refiere a su mortalidad. La cinta impresiona, y a veces nos sucede que no se
tiene la palabra exacta para poder definir lo que uno observa, pero si el poder
sentir placer visual. Si ustedes tienen acceso a Netflix, podrán
apreciar cómo la Web la describe como la abuelita de la Nueva Ola Francesa.
Y es verdad, cuando uno estudia a la “nouvelle vague” se
nombra a todos los directores varones, pero jamás se dijo que entre estos
existía una dama que estaba al mismo nivel o un escalón por encima. Para
justificar lo dicho tendríamos que referirnos a su ópera prima, film precursor
de la “nueva ola”, sin envidiarle nada a los Bazín, Rohmer, Godard,
Truffaut, Chabrol etc. La Varda tenía lazos artísticos más cercanos a cineastas
y escritores como Marguerite Duras y Chris Marker, el llamado grupo Left
Bank, por la osadía de plantear la realización del cine experimental.
Son muchas las películas que hizo Agnès Varda, siendo las más conocidas, Le
bonheur, Cléo de 5 à 7, Sans toit ni loi, que
comentaremos hoy, Les glaneurs et la glaneuse, Loin du
Vietnam. Lo que nos sorprende de esta autobiografía es su auto
caracterización que resulta burlona, hecha a través de una mujer puesta de cuclillas
y vestida con un traje holgado, una nariz pronunciada, y un cabello que casi
oculta sus enormes ojos curiosos. La Varda hace algo diferente y entretenido,
dejando los nudos y artimañas bien escondidos, y dándose el gusto de hacernos
conocer como ella era en realidad y la forma de manejar su trabajo, su familia
y su noble personalidad. Agnès Varda me hizo recordar a mi abuela -quien
me crio- porque es poseedora de ese amor constante por el prójimo sin
esperar nada a cambio, y una inclinación hacia intentar la perfección. Pues
bien, a pesar de la persistente creencia que el gran arte está impulsado y
justificado por un impulso intelectual en lugar de uno emocional o estético, no
es nada sencillo hacer una película cuya base sea conceptual sin que los
resultados parezcan simplones o excesivamente diseñados. Tales películas se
presentan con el desafío de filtrar el mundo a través de una idea, una frase o
una sola palabra y, en última instancia, fracasan si el punto de partida
disminuye nuestra visión del mundo en lugar de expandirla y/o complicarla. Hay,
por supuesto, algunos ejemplos destacados de películas que llevan sus
preocupaciones temáticas en la manga y al mismo tiempo tienen éxito como arte,
uno de los cuales es el Decálogo de Kieslowski., que abordó los límites de su
enfoque adoptando y revisando la forma antigua de la parábola. Otro ejemplo
serían las grandes películas de Agnès Varda, que emplean un modo de narrar que
parte de las ideas, o del lenguaje raquítico que usamos para encapsularlas, arriesgando
lo teórico y lo literario para lograr un metacine bellamente matizado. Con la
estructura inspirada en Faulkner de La pointe courte, 1955; el
experimento en tiempo real de Cléo de 5 à 7, 1962, y la exploración
de conceptos a través de una sola palabra como la “felicidad” y “rebuscar”
como en los casos de en Le Bonheur, 1965, y Les glaneurs et
la glaneuse, 2000, la Varda nos alienta a cuestionar las formas en que
las películas construyen, interrumpen y, a veces, colapsan las narrativas y los
significados que presentan. Pues bien, en Sans toit ni loi, 1985,
que ganó el León de Oro en el Festival de Venecia, y que probablemente sea
una de sus obras maestras, la afinidad de la Varda por lo conceptual se
manifiesta tanto estilística como temáticamente. Pero, su sospecha durante toda
su carrera de cualquier vérité que pueda extraerse del cine da lugar a una
película que gira en torno a ambigüedades y preguntas en lugar de grandes
declaraciones; de hecho, la Varda va tan lejos como para recordarnos esto desde
el principio con una toma de un signo de interrogación rojo pintado en la pared
de un edificio. Al igual que La pointe courte y Cléo de 5 à
7, opera con un truco estructural. Evocando al ciudadano Kane,
Rashomon, y según la cineasta a las novelas experimentales de la escritora
ruso-francesa Nathalie Sarraute, la cinta propone reconstruir la vida de una
mujer fallecida llamada Mona -Sandrine Bonnaire- a través de escenas
retrospectivas salpicadas de testimonios concisos y directos hacia la cámara de
personas que la conocían. Encontrada muerta y congelada en una zanja, Mona
revive como un sujeto de investigación. Aprendemos que ella era una vagabunda,
pero solo se nos dan pistas sobre su pasado como mecanógrafa y abandonando la
escuela vocacional; no descubrimos nada de dónde vivía o de aquella familia de
la que escapó. A medida que el largometraje pasa de un escenario a otro, nos
encontramos con sujetos que la hallaron sexualmente inflexible, demasiado
idealista o que no apreciaba su caridad; y mujeres que estaban fascinadas o repelidas,
incluso celosas de su completo desprecio por las normas sociales. Los aspectos
más destacados entre estos personajes incluyen un hippie que le da refugio; un
agrónomo que la asume como una especie de proyecto sociológico; un trabajador
migrante tunecino que promete cuidarla; y una criada que la ve y siente como
una figura romántica capaz de despertar pasión en los hombres. En esta maraña
de interpretaciones, algunas endebles, Mona se endurece en un nuevo arquetipo
cinematográfico: una joven rebelde sin causa. Pero, ni la Varda ni quienes
observamos atentos somos capaces de conceptualizar interpretaciones que no sean
ideológicas o poéticas, a pesar que el viaje de Mona es no ideológico ni
poético. Volvemos al viejo y devastador cliché que nada ni nadie puede ser
conocido por completo, ya que el conocimiento depende de subjetividades en
competencia. Mientras que el Orson Welles de los 40 y el Akira Kurosawa de los
50 estaban complacidos con sus innovaciones, dirigiendo como si fueran los
primeros cineastas en descubrir lo resbaladizo de la verdad, la interpretación
de la Varda de esta estructura clásica y de puntos de vista múltiples muestra
que la facilidad y el dominio valen la pena. Sans toit ni loi comienza
chirriante con la Varda como narradora mitificando a Mona como una criatura
mágica del mar; uno sería perdonado por anticipar un autor obsesionado con el
control que no dejará de hacer alarde de sus propios dispositivos. Pero se
prescinde de la voz en off, y el control de la Varda sobre el material se
vuelve algo menos consistente, como para que coincida con la suciedad de su
antiheroína. Mientras contrasta las verdades superpuestas que emergen de su
excéntrico elenco -la mayoría actores no profesionales- nuestra atención
se desvía de intelectualizar la identidad fragmentada de Mona para
experimentarla. El estilo basado en conceptos de la Varda sigue siendo fluido;
rara vez se exagera y muestra su voluntad de dar un paso atrás y dejar que la Bonnaire
incorpore no solo ideas, sino también un yo individual creíble y fascinante. A
pesar de la falta de verdad, la película permite el hecho que alguien real está
resucitando aquí; en cierto sentido, el cine se hace real, y las verdades sobre
Mona que se han omitido u oscurecido no son mayores que aquellas verdades
omitidas y oscurecidas en las limitaciones de cualquier narrativa de ficción o
no ficción. En los ojos salvajes de una actriz precoz -Sandra Bonnaire tenía
solo 17 años en el momento de la producción- la fatalidad, el carisma y el
desapasionamiento afectado de Mona adquieren una autenticidad documental,
comparable a actuaciones legendarias directas de la calle como el actor
brasilero Fernando Ramos de Silva en el film Pixote a lei do mais fraco,
1980, de Héctor Babenco, la historia de Pixote, un niño de 10 años de Sao
Paulo, que es como la de cualquiera de los miles de niños de la calle que vagan
por las favelas de Rio de Janeiro, rodeados de miseria, violencia y abusos. El
tema principal del film resulta tener en sus entrañas otro concepto: la
libertad. El costo de estar libre de las expectativas de la sociedad, el
dolor de las relaciones y el aburrimiento del trabajo es, al final, el estar
solo. Está claro que Mona se ha liberado de la monotonía de aquellas opciones
limitadas y cotidianas, y también de hacer los sacrificios que las mujeres
domésticas se ven obligadas a realizar cuando se casan. En los 80, el fenómeno
de las mujeres “sin hogar y sin ley” -título francés de la película-
era todavía nuevo en Francia. La Varda hace una distinción entre las reacciones
que recibe Mona de los diferentes géneros; los hombres, en sus motocicletas y
en sus camionetas, a menudo miran más allá de la inmundicia de la muchacha, y
ven un objeto sexual en potencia, mientras que las mujeres ven a una pionera
feminista que se las arregla por sí misma en un mundo masculinizado. La
película, por un lado, siente repulsión por la inmundicia de Mona -la cámara
la capta limpiándose la nariz en más de una ocasión- y su rechazo a todo lo
apasionante e interpersonal, pero, por el otro, no puede evitar celebrar su
reducción piadosa a una existencia elemental. Esta simpatía surge a pesar que
Mona nunca se convierte en un personaje del todo simpático. Incluso, quizás más
urgente que aquellas ideas acerca de la libertad se puede ventilar esta
cuestión de la simpatía, que es una implicación astuta de algunos que
observamos. La cinta pregunta implícitamente: ¿¿Qué cualidades se requieren
para que una persona sea merecedora de la compasión de otra?? ¿¿Ser un
paria o que una vida sea trágica?? Pienso que ambas, aunque la tragedia en
el film es mucho menos trascendente. Con una fotografía de colores sucios,
texturas espinosas y una musicalidad de violín inarmónica que imita un viento
lacerante, rara vez nos da refugio de la dureza de sus exteriores, lo que pareciera
que pocos films han estado ambientados en una temperatura física y emocional
tan despiadada. Cuando vemos por primera vez el cadáver de Mona en este paisaje
muerto, nuestro impulso es buscar en ella a una víctima, una mártir o un
símbolo. Luego nos enteramos que es una nihilista sin disculpas que no tiene
interés en salvarse a sí misma, y mucho menos ese mundo que la parió. ¿¿Qué
lugar ocupa nuestra compasión y caridad en esta historia?? ¿¿Cómo nos
explicamos sus motivaciones hacia nosotros mismos?? ¿¿Es ella responsable de
las decisiones que toma en un universo que parece no tener opciones reales?? ¿¿Podemos
descartarla como producto de la opresión social o de una enfermedad
psicológica, o encontramos en ella fragmentos de nuestros miedos y anhelos más
fundamentales?? Estas preguntas van al corazón de cómo la pobreza, el dolor
y la inmundicia continúan siendo hechos moralizados en nuestra sociedad. Sans
toit ni loi es una de las películas más sagazmente políticas de la Varda,
ya que reconoce la posición privilegiada en la que nos sitúa el cine al ofrecer
vidas enteras a nuestro escrutinio. Se hace igual a tal responsabilidad. El
gran logro, salvo mejor parecer, es un personaje que repetidamente confunde
nuestros sentidos más arraigados. Buen film. Recomendable.







































































David Keith Lynch nació
en enero de 1946, en Missoula, Montana. Hemos hablado del cineasta en varias
ocasiones, de su universo, de sus historias, de su formación académica, e
incluso de las relaciones que tuvo con sus padres y amigos. Como todo
realizador de culto, Lynch tiene retos que se aíslan de cualquier lineatura del
pensamiento cinematográfico, y busca siempre alguna forma de estar en contacto
con aquella gente que no logra entender ese cine plagado de enrevesadas escenas
y acciones que parecieran no comulgar entre sí, y que no son comprendidas en su
real dimensionalidad. Lynch, ha señalado cosas como: preferiría suicidarme a
realizar una película en la que yo no tenga la última palabra sobre el
resultado final. Empecé como pintor, en la escuela de Bellas Artes, pero un día
estaba delante de un cuadro, y me pareció ver que algo se movía dentro de este.
Desde entonces intento combinar sonido e imágenes de la forma en que las
siento. Hay quienes dicen que el espectador/público de cine no quiere pensar,
sino prefiere que le den la cinta ya masticada. Esas son tonterías. A la gente
le encanta pensar y sacar conclusiones. Todos somos detectives de lo ajeno. Tenemos
capacidad para prestar atención y sacar conclusiones, y ese es el mayor tesoro que
posee el cine. Los sueños importantes son los que tiene uno cuando está
despierto, ya que cuando uno duerme no los puede controlar. A mí me gusta
sumergirme en lo onírico que he construido o descubierto, un mundo elegido para
intentar modificarlo. A veces me enamoro de una idea e intento convertirla en
una película, de igual manera que a un pintor se le ocurre qué desea plasmar en
un lienzo. Es una experiencia personal gratificante, y uno siempre espera que
los demás sientan lo mismo. La amnesia se parece de alguna manera a la
interpretación: un buen actor renuncia a su propia identidad, y se convierte en
otra persona. Todo el mundo, incluso yo, tiene ganas de perderse y entrar en un
lugar nuevo. El cine nos brinda esa oportunidad. Bien, la vida de Lynch no
es presa de las manías psicóticas de las que hacen gala sus personajes. Cuatro
matrimonios, dos hijos y una abisal fascinación por todo lo que tenga que ver
con la meca hollywoodense lo han convertido en un hombre polémico en el
universo del cine. Todos los que apreciamos su forma de crear lo
consideramos como un héroe que nos ha salvado de aquellas obras vacías, sin
contenido. Lynch, sin embargo, se considera un tipo aburrido, porque afirma
que durante ocho años seguidos almorzó en un mismo restaurante de Los Angeles. Sin
embargo, es un gran contador de historias dramáticas y de suspense amarradas a
un contenido a veces extraño, otros estrambóticos, pero que ha invadido
cualquier estética o subgénero a la hora de imponer su narrativa. La estética en Lynch tiene una trascendencia
vital, pero que no solo nos la va mostrando a través de la diversidad y
combinación de colores, sino que se hace patente al crear una atmósfera
dominante a través de la decoración, el vestuario, el maquillaje, la fisonomía
de los actores e incluso una musicalización que tiene implicancias sugerentes. En
su ópera prima Eraserhead, 1977, Lynch fue productor, director,
guionista, montajista, diseñador de producción y encargado de los efectos. Luego
de varios cortos y su mediometraje The Grandmother, 1970; el analizar Eraserhead,
como un ejercicio de futilidad, estupidez o arrogancia, donde ninguna
explicación lo abarca todo, seguirá estando plagado de agujeros y preguntas. Si
la película trata sobre la ansiedad social, ¿¿Cuáles son los gusanos que la
mujer del calefactor combate con los pies?? Si la película trata sobre la
paternidad, entonces ¿¿Qué representa el hombre aterrador que vive dentro de
la luna, y tira de las palancas que inician toda la acción en la película??
David Lynch es un surrealista, y en su filmografía ha demostrado ser un maestro
de los efectos acumulativos. Las escenas, las imágenes, los diálogos, las
canciones, los sonidos y otros aspectos de sus cintas no encajan como las piezas
de un rompecabezas. Más a menudo, las diversas partes de sus largometrajes
armonizan juntas caleidoscópicamente, logrando un efecto de plenitud. La
primera cinta de David Lynch, montada durante cinco años con un presupuesto
modesto, es un sueño fascinante y aterrador que se abre paso en la mente,
exigiendo ser entendido a pesar de rechazar todos los intentos de explicación.
En más de cuarenta años, Lynch nunca ha abandonado esta estética, sino que ha
perfeccionado su visión, por ejemplo, en una película titulada Mulholland
Drive, una de muchas rutas
que quedan en la ciudad de Los Angeles, California, una especie de punto
limítrofe entre la posibilidad de soñar y del sueño mismo, es decir, un paso
fronterizo hacia la meca hollywoodense, para aquellos que están a la caza de un
universo de estrellas, y entre quienes poseen la mirada consciente y dura, una
vez que se está dentro de la industria. La formidable obra de Lynch se divide
en tres bloques narrativos. Una primera historia que trata acerca de Rita -inequívoca
evocación de la belleza de Rita Hayworth y Gilda- y su encuentro con
Betty, una muchacha que busca su oportunidad en el cine. Esta primera crónica
está caracterizada por un ambiente onírico, de puro simulacro. Rita no es Rita,
y Betty no es tampoco quien dice ser. Ambas simulan ser lo que no son, las dos
encarnan la identidad de alguien más. Un segundo bloque convoca un conjunto de
hechos que atañe a Adam Kescher, un cineasta agobiado por las mafias
hollywoodenses. Lynch hace una acérrima crítica al universo de lo
cinematográfico y sus entramados burocráticos. Kescher representa
ese punto de intersección donde convergen las otras historias, y desde allí se
van uniendo hacia resoluciones dramáticas. Por último, el tercer bloque, es la
entrada a una nueva trama que logra poner los hechos sobre el lugar que les
corresponde, siendo necesario precisar esto, siempre que, a diferencia de la
primera instancia, los personajes femeninos no deliran en búsqueda de su
identidad, lo que suponemos que no existe ni una pérdida o alguna alucinación.
Quien fuese Rita -personaje de simulacro, no sólo por adoptar una
identidad que no corresponde con lo real, sino prohijar una que está
vinculada directamente con el mundo del cine- ahora es Camila, una
actriz involucrada en una relación sentimental con Diane, que otrora fuese
Betty, personaje que también se ficciona, y de quien es necesario elaborar un
perfil, toda vez que es traído desde una empleada de cafetería -un
cronotopo donde se asume un papel dentro de una línea de personajes, y
donde el sueño prefigura más que la culpa- hasta la personalidad de
Diane. Lo que parece no es. En este segmento, la lucha es por
amor, por los angustiantes celos que llevan a Diane hasta la locura del
asesinato. Camila es la víctima. Una vez deshecha la relación con Diane,
se inicia una nueva con el cineasta Kescher, y el destino pone su firma
sobre las cartas. Presa de la culpa, una vez que la llave del delito queda
expuesta, Diane termina con su vida. El mismo Lynch aclara que la trama se da
en tres bloques, luego interrelacionados. Uno, se encontró dentro de un
misterio perfecto, refiriéndose a la pérdida de identidad y la recuperación de
la memoria. Dos, una triste ilusión, con relación a la posibilidad de hacer del
arte un lugar para la liberación y la libre elección. Tres, el amor, señalando
la pasión entre Camila y Diane, que conlleva el germen de la desgracia. Por
lo tanto, estos grupos no actúan independientemente como si fueran una serie de
personajes que desarrollan sus propias historias, sino que establecen elementos
que sirven de vasos comunicantes entre las tres partes. Tal hecho se refleja en
la simpleza de mantener los mismos personajes en los tres recorridos. Lo que se
debería desentrañar es ese juego de apariencias y misterios, un mundo onírico y
surrealista. El camino de Mulholland da la impresión de ser una vía al
revés -nada el ave y vuela el pez- un recuerdo que mantiene en
vilo la conciencia de quienes observamos el film. Lynch monta un notable
espectáculo de ilusionismo, una especie de viaje lisérgico donde la elasticidad
del tiempo, la textura y la logicidad de la narración, generan una encriptación
y la oscuridad propias de los cortos y films anteriores del propio cineasta. No
en vano Mulholland Drive ha sido traducida al
castellano como El camino de los sueños, aunque también junto
a Lost Highway, 1997, que comentaremos, son dos componentes
inasibles que se confabulan en esta excitación mental elaborada por la mente de
un genio. Pues bien, Lost Highway se define por una
ansiedad específica que no está presente, por ejemplo, en Mulholland
Drive o Inland Empire. Es una encarnación de una ansiedad
masculina pensativa y, por alguna razón cultural, es más sencillo para el
público aceptar la histeria femenina que la inseguridad masculina. Podríamos
argumentar que Eraserhead también trataba sobre la ansiedad, ya
que su personaje principal lidia con una esposa hostil y la paternidad forzada
de un bebé alienígena que llora, aunque transcurría en una zona industrial que
podría haber sido postapocalíptica o quizás enterrada en el corazón de una
ciudad siderúrgica. Era más una película clandestina que Lost Highway,
que, a pesar de todo su surrealismo y lógica onírica, tiene lugar en un Los Angeles
contemporáneo. Visto por primera vez esperando ansiosamente en su departamento
minimalista y a oscuras, Fred Madison -Bill Pullman- está iluminado por
el tenue brillo rojo de un cigarrillo. El primer plano persiste en su rostro fatigado,
y el sonido imprecisamente inquietante que calificamos como una postura Lynchiana
que se desplaza por debajo. Oye una voz en el intercomunicador que anuncia: Dick
Laurent está muerto, y cuando mira por la ventana, no hay nadie. Es como un
mal sueño o uno confuso, pero no puede etiquetarse como una encarnación del
pavor masculino per se. Sin embargo, podemos decir que Madison parece un ser un
sujeto hueco e incómodo, mostrando los primeros signos de una edad invasora y
dotada de una frialdad que se siente como las brasas quemadas de un carisma cansino.
La siguiente escena no afloja la tensión sin fondo. Fred duda antes de salir de
casa para su actuación nocturna tocando el saxo en un club de jazz. En una toma
de dos que parece durar una eternidad, se demora junto a su esposa, Renee -Patricia
Arquette- una belleza monumental y distraída con cabello oscuro gótico y
uñas negras pulidas. Cuando ella le dice que preferiría quedarse en casa y
leer, sus discursos lentos y sonrisas incómodas aumentan la tensión: ¿¿Leer??
¿¿Leer qué?? le responde Fred, y como en las obras de teatro de Edward
Albee, sus bromas ligeras y sus sonrisas indican hostilidades no resueltas y
peligro inminente. “Es bueno saber que todavía puedo hacerte reír”,
susurra, y de inmediato lo vemos asaltando el escenario con su frenético y
aullador instrumento. Es un ritmo be-bop que se vuelve, para mi gusto,
una armonía salvaje. Cuando Fred llama a casa, no hay nadie para contestar el
teléfono, pero cuando regresa, Renee está inocentemente acostada en la cama. Su
escena de amor es pesimista, con Fred apartando la mirada de ella mientras su
cuerpo se retuerce de un terror sudoroso, y ella le pasa las manos por su
espalda de manera abstracta. Lynch evoca un estado de ánimo de oscuridad sensual,
con primeros planos de los contornos de los cuerpos, dedos que se curvan con
anticipación y/o frustración, y rostros que sugieren mapas emocionales. Si
bien es demasiada eléctrica para ser descrita como árida, la escena se
desarrolla como si Fred y Renee estuvieran sonámbulos. El equilibrio se
siente mal, y cuando Renee toca suavemente a Fred, este gesto de consuelo atufa
a lástima. Hasta este punto, Lynch ha utilizado diálogos sobrios y un contraste
de tonos cálidos y sombras para transmitir un semillero de sentimientos reprimidos.
Luego, el cineasta se desvía hacia la escena que sigue siendo el plot de la
película. Fred y Renee asisten a una de esas espantosas fiestas nocturnas donde
toda la gente parece ser agradable y/o antipática, enfrascada en cero charlas y
bailes sincronizados, reunidas alrededor de una piscina iluminada con luces de
neón. Mientras Renee atrae tímidamente la atención de otros hombres, Fred pide
dos tragos que termina bebiéndoselos él. Un hombre de piel pálida vestido de
negro, interpretado por un ya veterano Robert Blake se acerca a Fred, afirmando
haberlo conocido antes. Todo el sonido de la fiesta desaparece, y los primeros
planos de Fred y el extraño maximizan la tensión mientras Fred, cada vez más
ansioso, afirma no recordarlo. “En realidad”, dice el extraño, “estoy
en tu departamento ahora mismo”. Y, de hecho, cuando Fred llama a su casa a
través del teléfono celular del misterioso sujeto, se pierde la atemporalidad de
la acción, y Blake le contesta y se ríe desde su vivienda. Me he detenido en
los primeros 45 minutos del largometraje porque contiene algunos de los
momentos más prosaicos de la carrera de Lynch. Si bien la película no puede
evitar sumergirse en el surrealismo a través de su sonido obsesivo, que hace
que cada escena se sienta como si estuviera sellada herméticamente en las
entrañas de una fábrica, Lynch no se apoya en sus imágenes habituales de fuego,
cortinas rojas que fluyen y descomposiciones. Incluso la aparición de dos
detectives, ambos soltando un diálogo pulp consciente de sí mismos, no se
siente como una indulgencia, ya que sacan a relucir la ambivalencia de Fred
sobre la realidad: “Me gusta recordar las cosas a mi manera y no de la forma
en que sucedieron”. La distorsión y remodelación de la memoria en algo más
fantástico que las circunstancias infelices de la vida real: eso es lo que la
mayoría de cinéfilos leen en el cambio narrativo que sucede en Mulholland
Drive, pero el verdadero precursor fue el salto de Fred a una realidad
alternativa, incluso una personalidad diferente en Lost Highway.
Cuando Fred y Renee regresan a casa de la fiesta, hay una extraña luz parpadeando
en el interior, y poco después, a través de un video, en circunstancias
extrañas, Renee es descubierta golpeada hasta convertirse en un cadáver empapado
en sangre con un Fred semidesnudo cubierto de la misma, llorando y abrazándola.
Instantáneamente, la narrativa se fractura. La policía, y por extensión el
espectador, asume que Fred mató a Renee, y en su estado ahora catatónico no
está en condiciones de negarlo. Hasta ahora, Lost Highway es una propuesta
esquelética y tensa, y comienza a aflojarse durante una secuencia de prisión
que se siente como una película de Warner Bros. de serie B que se coló
ilógicamente en una de las crónicas de ansiedad de Antonioni. De repente, David
Lynch está lanzando tímidamente a viejos horripilantes con caras de
avergonzados como médicos y guardianes de la prisión. Por supuesto, Henry
Rollins aparece como un guardia del corredor de la muerte. Así como tememos que
Lynch sucumbirá a la rareza dispersa de Eraserhead, la historia
da un giro, y Fred desaparece por completo de la narrativa. En su celda de la
prisión se descubre a un joven hípster, Pete Dayton -Balthazar Getty-
que es mecánico de automóviles y sin antecedentes penales. Es un muchacho bien
parecido, descontento, viste una casaca de cuero negra, conduce una moto, vive
en casa con sus padres motociclistas -Gary Busey y Lucy Butler- tiene
una novia atractiva, Sheila -Natasha Gregson Wagner- que lo ama de
veraz. Todo sería normal y adecuado si no fuera porque Pete tiene un lapso
persistente en su memoria. Algo le sucedió en una noche, pero cuando les
pregunta a sus padres al respecto, se paralizan del terror y se niegan a hablar
de ello. En estas escenas domésticas, la segunda mitad de Lost Highway
captura algo de la intensidad de la primera parte. Cuando los padres se tensan
con un horror tácito durante la conversación sobre “lo que pasó esa noche”,
iguala, si no supera, la sensación que una pesadilla se está apoderando de las
comodidades de un hogar cómodo donde la chimenea está maldecida por fuerzas
invisibles y opresivas. Pero, ese no es el camino que Lynch está interesado en
recorrer, y la historia de Pete es más un noir tradicional de gangsters en la
que el joven mecánico se enamora a primera vista de una mujer fatal rubia
llamada Alice -la misma Arquette, que puede estar interpretando a la gemela
de Renee o cualquier tipo de mujer que imaginemos-. Sabemos que se atraen
porque cuando aparece en el frontis del taller, los primeros planos son en
cámara lenta y Lou Reed canta con dolor el tema This Magic Moment. El
problema es que Alice es la amante/objeto de un gangster llamado Eddy -Robert
Loggia-. Es tan feroz que cuando atrapa a un loco que lo molesta en su
coche por la ruta, saca al tipo de la carretera, lo golpea con una pistola
hasta que lo somete, y le da una conferencia sobre seguridad en las rutas. Pete
y Alice comienzan una aventura tórrida, escabulléndose hacia habitaciones de
hotel o al asiento trasero del preciado Mercedes Benz de Eddy. Las escenas de
sexo son idílicas, a menudo filmadas con una luz blanca celestial, pero de
corta duración. Eddy pronto descubre que Pete lo está engañando, y este se ve
arrastrado a una red de robos, asesinatos e intrigas de películas de serie B
para salvarse a sí mismo, y a Alice de las garras del gangster. Algunos han
leído los elementos deliberadamente cinematográficos de la historia de Pete,
que parecen extraídos de varias novelas a lo largo de los años, mientras Fred
se vuelve a imaginar a sí mismo como un tipo más cerebral dentro de una
situación más dinámica y aventurera, reemplazando a Renee con la más voluptuosa
y ansiosa Alice. Esta es una evaluación justa, pero muchos de los elementos se
sienten como si fueran un cliché. El personaje de Eddy es casi una parodia de
Frank Booth de Blue Velvet, pero este animal furioso es todo
ladrido, pero no muerde. Es una construcción ficticia, una imaginación de cómo
se supone que debe ser un gangster en una historia de cine negro, y como tal,
no podemos tomarlo en serio. Del mismo modo, los detectives que siguen a Pete
también son recordatorios que estamos viendo una ficción plagada de Macguffins.
Tarantino hace este tipo de guiños todo el tiempo, pero Lynch no. Su
trabajo siempre es más fuerte cuando se siente como si estuviera aprovechando
los aspectos subterráneos de la vida real, y la rareza de sus películas es
sorprendente porque se acercan mucho más a los impulsos primitivos y
hambrientos de la gente real que la mayoría de otras películas. Cuando está acercándose
a otros films, no es convincente ni emocionalmente cierto. Hay más profundidad
en la historia de Pete cuando evita por completo los elementos gansteriles. Una
escena sin diálogo en la que Pete se sienta en su patio trasero mirando con
tristeza el del vecino, con una piscina para niños vacía y una pelota solitaria
flotando en la superficie de la misma, es un momento conmovedor sobre su estado
mental distraído, o tal vez un anhelo por la sencillez de la infancia. Es algo
con lo que el espectador puede relacionarse y empatizar. Pero, cuando se
escabulle por la casa de un proxeneta, esperando golpearlo en la cabeza con una
botella de champán para que él y Alice puedan robarle el dinero y escapar
juntos, estamos inmersos en el reino de la fantasía. El surrealismo de Lynch no
debería confundirse con este tipo de narración medio ociosa, y Lost
Highway no vuelve a resonar como cierta hasta que la narrativa comienza
a fracturarse una vez más y Pete está (no se pregunten cómo) deambulando por un
pasillo, su nariz sangrando profusamente, y cada puerta que abre lo golpea con
la luz blanca cegadora y las imágenes de Alice/Renee se burlan de él con dichos
como: ¡¡Nunca me tendrás!! Hay elementos desconcertantes que se
encuentran a lo largo de esta segunda mitad, incluyendo cameos que distraen la
atención como un Richard Pryor (ya afectado por una distrofia muscular) como el
supuesto dueño del taller mecánico; Marilyn Manson como la víctima en una
película snuff, declaraciones sobre verdugos místicos del Lejano Este, la
excesiva confianza de la BSO en un trance heavy metal y una actitud
irresponsable hacia la violencia cuando un personaje clave es asesinado, y
David Lynch no puede resistirse a que diga algunas frases ingeniosas mientras
se desangra. Pero, como Lost Highway, la sabiduría filmica del
cineasta se sale de los rieles, aunque evoca imágenes poderosas y rarezas
memorables. Una cabaña en medio del desierto parece estar estallando en llamas,
pero cada vez que Lynch se corta, hace que la cinta retroceda. Fred reaparece
como un vengador letal vestido de negro, y la actuación comprometida y
embrujada de Pullman le otorga gravedad incluso a las situaciones más
insensatas. La conclusión de la historieta de Möbius se siente como una
floritura lírica hasta que Lynch se adentra en imágenes extrañas al estilo de
Francis Bacon que involucran una cabeza que no deja de contorsionarse
frenéticamente. Pase lo que pase, Lynch siempre hace retroceder la historia
hacia el terror masculinizado y, a veces, de maneras que son incómodas en
múltiples niveles. La Arquette no tiene miedo de mostrar su exquisito cuerpo
frente a hombres que la miran con lascivia, y a veces es difícil saber si es
Fred/Pete o el mismo Lynch quienes la cosifican. Esto puede sentirse de mal
gusto en manos de otro realizador, y aunque es un producto de la mirada
masculina aquí -Balthazar Getty también se quita la ropa, pero no se
cosifica de la misma manera- es un poco más complejo porque los personajes
masculinos centrales están paralizados y jadeando de terror cada vez que tienen
que lidiar con los misterios de las mujeres. ¿¿Que me está pasando?? es
la súplica desesperada de Pete, y finalmente él y Fred no reciben más respuesta
que un tiovivo de confusiones. Lost Highway es Lynch en su
forma más osada, emocional y personal. No ha logrado la misma atención que
sus otras películas, aunque es una pieza complementaria adecuada y una
inversión de Mulholland Drive. Es fácil describir el tono
desgarrador y sonámbulo de las películas de Lynch como una fuga disociativa.
Pero, cuando su trabajo conecta, incluso en su forma más extraña, es uno de los
cineastas más prolijos y realistas. Comprender el realismo emocional en
la obra de Lynch es, de hecho, comprender el realismo sensitivo de la poesía.
Recomendable revisarla.





























































Georges Auguste René
Franju nació en Fougères, en abril de 1912, y falleció en noviembre de 1987, en
el XVI Distrito de París. En el año 1935 el cineasta y guionista francés funda
con Henri Langlois el Cercle du Cinéma, y al año siguiente, la Cinémathéque
Francaise. No empieza a dirigir hasta 1949, logrando ser reconocido como un
gran autor de cortos y/o mediometrajes documentales insólitos, impertinentes,
surrealistas etc., como Le sang des bétes, 1949, Le grand Méliès,
1951, Mon chien, 1955 y Hotél des invalides, 1952. En 1958,
debuta en ficción con La téte contre les murs, que hoy
comentaremos, donde se expresa a través de la acentuación del trasfondo social,
la contestación al encierro psiquiátrico enfatizándolo mediante una seguidilla
de planos extraños o líricos. La partitura musical del film es la encargada
principal de crear una atmósfera singular, aprisionadora, como lo fue en sus siguientes
películas. Franju asocia en forma espontánea la violencia y la ternura para
denunciar con más fuerza la hipocresía, para exaltar la libertad individual y
fomentar el sueño. En su filmografía se pueden descubrir dos categorías de películas.
Por un lado, las basadas en la adaptación de obras libertarias cuyos personajes
y elementos contextuales, le permiten expresar ideas esenciales sin traicionar
al escritor de la novela. Por ejemplo: en Thérèse Desqueyroux, 1962,
se dedica a mostrarnos la opresión a través de una puesta en escena que recrea
con sumo cuidado el universo físico y social de Francois Mauriac. Procede bajo
el mismo estilo con Thomas l'imposteur, 1964, basada en Cocteau,
y con La faute de l'abbé Mouret, 1970, donde se refiere a Zola,
dos films, aunque no tan incisivos, pero que ilustran su predilección por el
sarcasmo y la polémica. Otra de las líneas características del francés,
consiste en utilizar los esquemas de los géneros populares, literarios y
cinematográficos. Les yeux sans visage, 1960, que repasaremos, es
su obra maestra. Una formidable propuesta de terror lírico. Pleins feux
sur l'assassin, 1961, es un thriller relajado y malicioso que juega con
los lugares comunes y clisés, pero que gira adecuadamente. Con Judex,
1963, cuyo guion está inspirado en la película de Louis Feuillade, Franju rinde
homenaje, con delirantes guiños cinéfilos, al antiguo cine que tanto admiraba,
al igual que con la intrigante Nuits rouges, 1974, donde juega
con elementos rocambolescos escritos e interpretados por Jacques Champreux,
nieto de Feuillade. La obra de Franju es apreciada por los mejores directores y
críticos de la Europa de los años de postguerra. Quien sepa de cine, tiene que
obligadamente estudiar los porqués de la filmografía del cineasta francés. Es
poco probable que un remake sea mejor que la cinta original. Hay algunos casos
en que se han superado las expectativas, pero lo original siempre va a
prevalecer sobre la transcripción o la imitación. Son muchos los factores que
influyen, y determinan la dimensionalidad del original. La calidad
interpretativa de los actores, el director, el guion, la época; son solamente
muestras que van a inclinarnos por la película original. Thérèse
Desqueyroux es uno de los miles de casos que es sujeto de lo que intentamos
explicar. La cinta de Franju, estrenada en 1963 no logra ser superada por la
adaptación hecha por el también francés Claude Miller, casi 50 años después.
Franju fue un cinéfilo estupendo, un gemelo observante de Martín Scorsese, y de
Tarantino en menor escala. Le saca ventaja a Claude Miller, quien utiliza un
rodaje más convencional. Quizás las coincidencias entre ambos directores sea
que asocian espontáneamente la violencia y la ternura para así denunciar la
hipocresía, exaltar la libertad individual. Franju, sin embargo, lo hace con
mayor dureza. En Thérèse Desqueyroux muestra la opresión y la
rebelión de forma notable sumada a una puesta en escena que recrea
cuidadosamente el universo físico y moral del novelista Francois Mauriac. Por
otro lado, Miller quiere hacer lo mismo, pero no llega a inclinar su historia
hacia el mismo lado, y tiene la desventaja de los actores con respecto al
original. Emmanuelle Riva es mejor actriz que Audrey Tautou, e igualmente
Philippe Noiret supera el trabajo de Gilles Lellouche, a pesar que este es buen
actor. Thérèse Desqueyroux, de Claude Miller, quizá tenga
demasiado color, quizá su brillo sea tan excesivo que hasta diluya los
contrastes, o los amortigüe. Hay cierto fuego sombrío en la mirada de Audrey Tautou,
hay instantes que hacen sentir cómo esa vida se desgarra. Una vida de
apariencias es una cárcel de capciosos brillos. La grisura del B/N de la cinta
original, Miller no la logra. Esta Thérèse Desqueyroux no es la misma que la
cinta de Franju, aunque manifiesta la condición espectral de una prisionera de
la vida. La asfixia se palpaba, se respiraba. En la adaptación de Miller,
quedan los suspiros por una vida que se ha convertido en mero reflejo, como el
espejo en el que se mira en el primer plano. La obra de Miller resulta mullida
en su desesperación, no afilada como la de Franju. Es un sofocón tenue, una
rozadura. No hace sangre, ni arranca entrañas, como lo hacía Franju. La de
Miller no deja huella, la de Franju transfigura la mirada. La poesía
austera del cine de Franju es más inquietantemente expresiva en esta evocadora
adaptación de la famosa novela de Francois Mauriac, 1927. Al igual que su drama
realista y sombrío La Tête contre les murs y la fantasía macabra de
Les Yeux sans visage, el largometraje de Franju deriva la mayor
parte de su visualidad a transmitir poderosamente el sentido del encierro que
siente una joven casada que, como un pájaro atrapado en una jaula, suspira por
ser liberada. Thérèse Desqueyroux podría decirse que es la
película más inspirada y sofisticada de Franju, ya que no solo transmite la
esencia de la novela de Mauriac, sino que también impresiona con su propio arte
único, particularmente en la forma en que el mundo interior de la heroína se
proyecta en el espacio que la rodea para que nos veamos obligados a simpatizar
con su situación, incluso si no podemos entender sus acciones. A través de una
actuación sobria, pero notablemente expresiva, asistida por un monólogo
interior hipnótico que recorre toda la cinta, Emmanuelle Riva expone sutilmente
el tormento de su personaje, su sensación de estar atrapada en un matrimonio
burgués rancio y el anhelo de liberación, al tiempo que conserva su sentido del
misterio. Thérèse Desqueyroux es una de las heroínas más enigmáticas e
insondables de la literatura francesa, una que de alguna manera logra ganarse
nuestra simpatía al revelar tan poco sobre sí misma. Como en la novela, nunca
comprendemos qué impulsa a Thérèse a intentar matar a su marido, ni
comprendemos realmente por qué optó por casarse con él. Philippe Noiret está
igualmente bien elegido para el papel del antipático marido de Thérèse,
Bernard, y encapsula en su interpretación la fría indiferencia del entorno
burgués en el que la heroína se deja atrapar. Noiret se convertiría en un maestro
en la interpretación de personajes ambiguos que son mucho más complejos y
perversos de lo que aparecen en la superficie, y su interpretación de Bernard
Desqueyroux es un buen ejemplo de ello. La escena final en la que Bernard se
acerca tanto a la reconciliación con su esposa es conmovedora, pero, al igual
que Thérèse, sabemos que no tiene suficiente compasión para lograrlo. Es a
través de una amarga despedida que Thérèse obtiene su libertad, y uno no puede
dejar de sentir que este no es el final feliz que ella esperaba. Si bien la
película cambia el tiempo de la novela de Mauriac -originalmente ambientada
en la década de 1920- y adopta solo el punto de vista de Thérèse, en todos
los demás aspectos es fiel a su fuente. Al escribir su novela, Mauriac afirmó
que estaba fuertemente influenciado por la cinematografía, y empleó muchos
recursos fílmicos como el flashback narrativo y la apertura repentina para darle
a su libro un toque moderno. Franju conserva estos dispositivos en su película,
pero lo más importante es que logra replicar el estado de ánimo opresivo de la
novela, mientras preserva la mística del personaje central contando con la
ayuda de una memorable partitura de Maurice Jarre. La Thérèse Desqueyroux
de Georges Franju es una poderosa expresión conmovedora de un impulso humano
básico, ser liberado y vivir de acuerdo con los dictados de nuestro corazón, en
lugar de las reglas que nos impone una sociedad. que valora el estatus y el
orden por encima de la individualidad y la realización personal. Repetimos lo
anteriormente comentado, la versión de Miller no llega a la exquisita poesía de
la version de Franju, una de las mejores adaptaciones literarias del cine
francés. Les yeux sans visage se filmó cuando en las películas todavía
se podía utilizar el B/N sin problemas que dificultaran su distribución. La
cinta es un elaborado ejercicio de estilo y un compendio de cómo usar la cámara
junto a las posibilidades expresivas de una fotografía basada en contrastes
cromáticos, luces y sombras, efectos de iluminación etc., con los que conseguir
recrear un clima entre lo tétrico y lo romántico, y hacer de esta combinación
un protagonista importantísimo de la historia. Pueden escudriñarse ecos
expresionistas, pero sus cualidades y logros son autónomos hasta el punto de
comprobar que cineastas de formidables pulsiones narrativas del género como
Cronenberg o David Lynch, parecieran haber tenido en su mente a Franju, y
a pesar que la película está rodada con escasos medios, encuadrada seguramente
en la cintas de serie B, y sin otras pretensiones que las de hacer las cosas
con corrección, luce consciente de estar realizando en primera instancia un
producto de consumo de los que por aquellos años se destinaban a los cines de
reestreno o como complemento de una película principal en la hoy perdida
costumbre de los cines de barrio o las sesiones maratonianas de los mismos. El
argumento de Franju ha sido después copiado, recreado, utilizado desde
diferentes enfoques, pero esta película, que creó escuela siendo la original,
no creo que haya sido superada, al menos no recuerdo haber observado una
película de terror con componentes románticos tan bien logrados. Bien, un
prestigioso cirujano parisino va raptando, con ayuda de una despiadada cómplice
–una estupenda Alida Valli, ya inmersa en el empezar de su decadencia física
y artística- a una serie de muchachas con cuyos rostros pretende recomponer
el de su propia hija, desfigurada en un accidente automovilístico del que él
mismo fue culpable. Trasplante tras trasplante, y fracaso tras fracaso, la
muchacha - que va tomando conciencia de los horrores y crímenes provocados
por su padre en féminas inocentes- tomará la iniciativa y acabará con la
espiral de horror, algo de lo que la propia policía se muestra impotente sin
poder descubrir a los culpables. La obra maestra de Franju es una película
de terror impregnada de un exacerbado lirismo y de una estremecedora poética de
lo macabro. La cinta puede llegar a causarnos miedo pasando de largo por
los efectismos del género, y no recurre a mostrar la violencia física como un
elemento perturbador -aunque la sugiere con maestría- para inquietar a
quienes observamos. Solamente alguna escena explicita de todas aquellas
manipulaciones del cirujano en los rostros de las muchachas a las que sacrifica,
son suficientes para que recorramos un escalofrío de espanto, pero al mismo
tiempo nos apiademos de las víctimas como de la hija del monstruo, a través de
una especie de presencia etérea y angelical que se mueve por los aposentos como
una sombra de vida y de muerte, como un fantasma o como un ángel, a la que
Franju dota de una evidente simbología sobre la vulnerabilidad de la belleza y
la imposibilidad de atraparla y recomponerla una vez mancillada. Les
yeux sans visage es una obra de arte del horror y del
romanticismo, lírica, poética y de una belleza conceptual que va más allá de
sus desasosegantes y tétricas imágenes. Es también una lección de cómo hacer
muy buen cine con pocos elementos y una gran imaginación. Si un francés no sabe
de Franju, no sabe de cine. Pues bien, en La Tête contre les murs,
1959, el francés nos relata la historia del delincuente veinteañero Francois
Gérane -Jean-Pierre Mockey- quien es atrapado in fraganti por su
acaudalado padre -Jean Galland- irrumpiendo en la casa de este para
robar dinero en efectivo y poder pagar deudas, e inclusive tomarse un tiempo para quemar desafiantemente algunos
documentos al azar justo en frente de su anciano y horrorizado progenitor, terminando
internado en un asilo psiquiátrico privado en donde se entera que su sombría desesperanza
que se siente en la institución quizás no se deba a la locura, ya que varios de
los reclusos, como el epiléptico Heurtevent, sufren aislamiento emocional en
lugar de trastorno mental, y mucho más debido a las prácticas rígidas del
director de la institución, el Dr. Varmont -Pierre Brasseur- lo que
lleva a Francois a planear varias maneras de escapar. Aparte
de su inquietante obra maestra Les Yeux sans visage, una película
de arte y terror que se mueve magistralmente entre lo fríamente clínico y lo lírico,
y su breve documental, Le sang des bêtes, que fusiona imágenes pacíficas
de la campiña parisina con escenas brutales de muerte en los mataderos de la
ciudad, ver este film de Franju es una buena oportunidad para ponerse al día
con otro trabajo del director francés. Al igual que sus dos películas
anteriores, La Tête contre les murs resulta ser una fusión
cinematográfica de surrealismo, shock horror y realismo documental con el uso
de técnicas psiquiátricas reales. Observamos pacientes hospitalizados,
presentados en un estilo que a menudo nos recuerda la filmica de Robert Bresson,
con su misma austeridad que a veces se siente como un alcance hacia la
trascendencia religiosa, y con un formalismo que pronto colocarían a Franju en
las afueras de los cineastas de la nueva ola francesa, surgiendo en aquel
momento que su trabajo envejezca mejor que las películas mucho más de la época
de sus contemporáneos más jóvenes como Truffaut y Godard, que aparecerían más
como juveniles pretenciosos y tempranos hípsters. La intención de Franju como
una crítica de los métodos cuestionables por los cuales la sociedad definía y
trataba las enfermedades mentales en ese momento es el elemento menos exitoso
de la película y quizás el más anticuado, y gran parte de esto se aborda
directamente en charlas entre el Dr. Brasseur y el visitante Dr. Emery -Paul
Meurisse- que posee una visión comprensiva algo más moderna para el
tratamiento de enfermedades mentales, aunque curiosamente como actor, Meurisse
no adopta una pose física particularmente más comprensiva. Donde Franju tiene
éxito es con inquietantes creaciones cinematográficas de cuasi terror, como el
doctor obstinadamente decidido de Brasseur, un papel que volvería a intentar en
Les Yeux sans visage, siguiendo prácticas que la película nos muestra
como equivocadas y crueles, con largas tomas de conducción en el campo por la
noche, los faros revelando atisbos de árboles ominosos y estructuras extrañas, sumada
una partitura cacofónica de ritmo rápido que recuerda a una atmósfera carnavalesca
en un contrapunto discordante, y las evocadoras imágenes expresionistas de pacientes
mentales encarcelados. Nos damos cuenta que Franju cuasi replicaría muchas de
estas imágenes inquietantes con solo un año de diferencia, y lo haría incluso
con más éxito al adentrarse más en el terreno de lo abiertamente horrible y
surrealista. Es a través de
esta notable visualidad como Heurtevent cayendo hacia atrás con un ataque
epiléptico durante un intento de fuga con Francois, evocando inmediatamente la
imagen opuesta al ascenso del Nosferatu fálicamente rígido de su ataúd, surgen
las fusiones cinematográficas únicas de Franju con la repentina falta de música
y una larga mirada silenciosa al cuerpo convulso creando la experiencia única a
la vez documental, clínica, expresionista e influenciado por el terror, todo al
mismo tiempo. Franju no se aleja mucho de esos otros muchachos New Wave con La
Tête contre les murs, ya que logra tener y sostener la esperanza de
redención cristalizada en el deseo de encontrar una vida a través de la incursión
de una hermosa muchacha, en este caso interpretada por Anouk Aimée, que pronto
explotaría en el estrellato internacional, pero a quien mantiene alejada de escenas
de fetichismo, algo de lo que Truffaut y Godard no se cansaban en exponer en un
cine cuasi afrancesado, pero más estadounidense unidos a héroes masculinos,
como por ejemplo, Jean-Paul Belmondo. Con estos films, Franju intentó
experimentos audaces y tal vez exitosos en la fusión de experiencias aparentemente
incongruentes. Si bien el corto Le sang des bêtes puede ser el más
impactante y el film Les Yeux sans visage el más sublime, La
Tête contre les murs puede no ser igualmente reconocido como estos dos,
pero sigue siendo una proposición considerablemente valiosa e intrigante con un
final elíptico admirablemente pesimista que encaja con un cuerpo de trabajo que
nos revela, salvo mejor opinión, lo fascinante que era Franju como cineasta.
Bun film. Recomendable.
































































Joe Wright nació en
agosto de 1972, en Londres. Sus padres, John y Lyndie, fundaron el teatro de
marionetas Little Angel Theatre, lo que le permitió al pequeño Joe
acceder al mundo artístico. Su padre también ejerció como guionista, cineasta e
hizo algunas series de TV. En 1980, Joe se inscribió en la escuela de teatro Anna
Scher Theatre, a la cual asistió dos días a la semana, durante casi 10
temporadas. En esos años realizó varios cortos en Super 8, lo que ayudó para
ser admitido en la Camberwell College of Arts, a pesar de haber
abandonado la escuela antes de terminar la secundaria. Wright siempre tuvo
interés en las artes, especialmente en la pintura y en la actuación, pero
pasado el tiempo se decidió por ser realizador. En 2005, se convirtió en el
director más joven (22 años 4 meses) de la historia en tener una película: Pride
and Prejudice, que hoy comentaremos. Como cineasta se formó en las
canteras académicas de la Escuela Londinense de Arte St. Martins. Dijo
sentirse halagado, ya que fue su debut con un film con un final no feliz,
además de una frase eficaz si se observa su cine: el naturalismo es la
muerte del drama. En su ópera prima tuvo la suerte de contar con un elenco
de primera línea del cine británico: Keira Knightley, Matthew Macfadyen,
Brenda Blethyn, Donald Sutherland, Judi Dench, su esposa Rosamund Pike, Jena
Malone y Tom Hollander. Dos años después, vuelve al drama romántico dotado
de una épica pura y sin rodeos. Atonement, 2007, nuevamente con la
Knightley, y otro buen elenco: James McAvoy, Romola Garai, Saoirse Ronan,
Vanessa Redgrave, Brenda Blethyn y Benedict Cumberbatch. Wright logra una
progresión narrativa admirable, que no hace sino confirmar que estábamos ante
una nueva promesa de la realización británica. Dos factores que nos vende
Wright son la originalidad en su forma de dirigir y su perturbadora narrativa.
Tanto la fotografía preciosista de Seamus McGarvey como la bella BSO oscarizada
de Dario Marinelli son casi perfectas para acomodar el relato. Atonement
es una de esas cintas que es mejor observar más de una vez para poder disfrutar
de cada detalle. Cada vestido, los decorados, el jardín, las zonas devastadas
por la guerra -fascinante la noria destruida- los soldados que inundan
la playa -el plano secuencia es extraordinario- el maquillaje que es
capaz de ir marcando las épocas en las vidas de los personajes -no me
refiero a la edad, sino a los cambios en la trama- como el inicio de
Robbie, lleno de esperanzas, su caída al abismo, los efectos de la guerra, el
dolor, o cuando recupera las fuerzas. La Knightley deslumbra, está esplendida, pero
encarna al personaje con suavidad, soltura y sin excederse, dándole una vida
mejor de lo que ella misma esperaba. McAvoy fue un hallazgo para el cine, y la
actuación de una Saoirse Ronan púber, logran un conjunto afiatado. La BSO
merece una mención aparte no sólo por haber ganado el Oscar, sino porque es uno
de los hilos que entreteje esta madeja de realidad, historias, fantasías y
puntos de vista, que no hace sino recordarnos lo frágil que supone ser todo
acto vivencial si no pensamos antes de actuar. El guion es una adaptación
acertada, no pierde los momentos que hacen del libro un clásico, y les da vida
a las palabras de una manera única. Una notable historia de amor, no con la
intensidad de su ópera prima, pero con una narrativa cuyas pulsiones nos
involucran del todo. En 2009, Wright pifió con el film The Soloist.
No hizo la tarea como se supone podría haberla hecho. Robert Downey Jr. es un
periodista sediento de contar alguna noticia interesante. Se encuentra con una
que le parecerá ideal. Conoce a un talentoso músico, Jamie Foxx, enfermo de
esquizofrenia, que vive en la calle, donde toca el violonchelo. Lo que al
principio comienza como una simple noticia, acaba por ser una historia personal
entre ambos. Es una interesante película que reflexiona sobre la necesidad de
hacerle compañía a las personas que se encuentran solas. Si bien Wright cuenta
con una gran calidad técnica y visual, la historia donde el periodista se
vuelca a ayudar al músico tiene aciertos, pero varios errores. La ambientación
es buena, sostenida en la música de Beethoven, y acompañada con una aceptable
visualidad de la ciudad de Los Angeles. Unido a esto, Wright incursiona en la
dureza del drama, pero que sólo busca extraer la parte positiva, cuando la
misión es doble. El film trata acerca de la situación de miles y miles de
personas que no poseen ni atención ni los medios suficientes para vivir
dignamente, y que no les queda más remedio que quemar sus últimos días en la
desesperación o acudir a la violencia o a las drogas para sobrevivir algunos
días más. No son personas malas, tienen problemas, y nadie los quiere
compartir. En 2011, realiza Hanna, un thriller de acción donde
Saoirse Ronan es una muchacha criada como una especie de “soldado
destructor”. Una buena actuación de la joven actriz logra que la película
tenga buenos momentos, pero otros son irregulares. Como es habitual, Wright
vuelve a obsequiarnos un notable plano secuencia que nos lleva a presenciar una
espectacular pelea en un paso subterráneo de la ciudad de Berlín. Además, las
escenas referidas al búnker, así como aquellas del parque de contenedores
funcionan de forma audiovisual haciendo la trama más llevadera. Como todo
thriller, las revoluciones suben y bajan, no se puede mantener la película todo
el rato en lo alto. Entiéndase esta propuesta como un ejercicio de estilo que
se bosqueja con una aparente superficialidad, y elaborado de una manera algo
compleja, y que, si no logra complementar los avatares del argumento con su
puesta en escena, va a quedar fragmentada. En 2012, Wright se vincula al drama
de época: Anna Karenina, de León Tolstói. Este es el fuerte del
cineasta británico y la verdad es que no desentona. Hay pasión, melodrama,
instinto de estilización propia, y personajes creíbles, emocionantes, bien
interpretados, por lo que la narrativa de Wright va a fluir con fuerza
imaginativa, un temperamento vibrante y solidez creativa. Darkest Hour,
2017, es una película sobre Churchill, pero su verdadera razón de ser es
mostrar la actuación de su estrella, Gary Oldman, quien se llevó el Oscar a
Mejor actor. Si uno observa el film bajo esta premisa, la propuesta resultará
excelente. El hecho de enterrar a los actores debajo de múltiples capas de
prótesis, y pedirles que afecten los acentos y gestos de figuras históricas es
un asunto arriesgado, pero cuando es exitoso, la doble hazaña de actuación e
imitación es un cebo confiable y seguro de disfrutar. Oldman hace lo que tiene
que hacer, interpretando una versión alegre e idiosincrásica, a veces
conflictiva, del primer ministro británico. Pero, la película en la que está Oldman
no es tan buena como su participación. Darkest Hour es
ciertamente atractiva durante su desarrollo, pero es fácilmente olvidable
después de haberla observado. Wright se propone y lo logra, entretener e
inspirar, y a menudo tiene éxito, convirtiendo lo que podría ser una lección de
historia seca y un análisis sencillo al funcionamiento interno del gobierno
británico, en una “trama de origen” para una figura histórica que, en la
mente de muchos, podría también ser un superhéroe. Pero, su director está más
interesado en el mito que en darnos una lección de historia inglesa y/o
universal. Aunque no es inusual que las películas basadas en hechos reales
recorten la narrativa para hacerla más cinematográfica, Darkest Hour,
también quiere comentar de alguna manera el presente. Y su triunfante
conclusión deja una inquietud persistente: una visión atractiva de un estadista
excepcional. Darkest Hour es la tercera entrega, junto con Their
Finest, 2016, del inglés Lone Scherfig, y Dunkirk, 2017,
de Christopher Nolan, de una trilogía de películas sobre la evacuación de
Dunkerque. No es de extrañar que Wright nos haya ofrecido una de sus
representaciones inolvidables de la playa Dunkirk en su film Atonement.
No lo vemos a Oldman, sino a Churchill, con los mismos gestos, voz, tos, y la “V”
de la victoria. Es buena la fotografía de Bruno Delbonnel, porque la
iluminación es una clase magistral de cómo opacar o resaltar al primer ministro
y unir esa oscuridad o luz a las acciones propias de Oldman y sus allegados
personajes. La dirección artística de Sarah Greenwood y Katie Spencer convence
porque los escenarios interiores, las locaciones foráneas y hasta las
atmósferas están hechas de afuera hacia adentro, sin descuidar los detalles
dentro de los planos que siempre utiliza Wright. Ni hablar del maquillaje y de
un vestuario que, si uno revisa a Churchill en You Tube, no puede ser mejor.
Quizás, hay algunos fallos en la edición de Valerio Bonelli, y es extraño que
Marinelli no haya logrado hacer pesar la BSO, pero así son las cosas. Lo que
está correcto y nada más, es el sonido, los efectos -que no son muchos, pero
que son justos- el guion, los demás artistas, etc. Buen film, lo
suficientemente académico como para que nadie se aje las vestiduras. Pues bien,
cualquier cinéfilo no podrá evitar extasiarse con la incursión de Wright en su
debut. Cada escena nos muestra imágenes distintas, siempre bellas y expresivas,
que están al servicio de una narrativa fluida, algo que Wright conjuga con
maestría. Como ejemplo, la escena del segundo baile está rodada en un plano
secuencia en la que la cámara deambula por todo el salón asistiendo a las
anécdotas de los personajes, siguiéndolos, perdiéndolos y reencontrándose con
ellos en una secuencia de planificación. El talento de Wright no se queda en
una sola escena, sino que toda la cinta está plagada de una visualidad
arriesgada, desde planos en los que vemos el sol a través de los párpados de la
protagonista hasta una serie de elipsis temporales vistas desde un columpio.
Pero, si este film es una de las propuestas de época más prolijas del nuevo
siglo, no lo es sólo por cómo está filmada. Un acierto es el rol de los actores
de apoyo. Hay una gran cantidad de los mismos, y todos ellos bien organizados,
escritos e interpretados con mucho juego que sabemos posee la escuela
británica. Pero, también hay una protagonista, Keira Knightley -nominada al
Oscar a Mejor actriz- que traspasa la pantalla a través de una
interpretación memorable, y poseedora de una sinceridad absoluta. Esto
demuestra que la actriz no sólo es una de las artistas más flexibles, a pesar
de sus problemas, sino que, si se le da un buen papel, y se le cuida y dirige
con paciencia es capaz de ser infalible. Además de estar rodada con mano firme
e interpretada con extrema dedicación por sus intérpretes, una buena película
siempre necesitará una gran historia que contar, y obviamente, Pride and
Prejudice la tiene, y Joe Wright ha querido narrárnosla desde la
sutileza, huyendo en todo momento de la tristeza manipuladora y los efectismos
sentimentaloides. Para muestra, esa escena final rodada con primeros planos en
un alarde de sencillez “bergmaniana”, donde Wright evita el “happy
ending” alaracoso y vulgar, y consigue sentires francos y creíbles. A fines
del siglo XVIII, los Bennet son una familia de clase media baja en la
Inglaterra rural, preocupada por casar a sus 5 hijas. El Sr. y la Sra. Bennet -Donald
Sutherland y Brenda Blethyn- intentan mantener el orden en el hogar, donde
su hija Jane -Rosamund Pike- es la más atractiva de las muchachas,
mientras que Lizzie es enérgica e independiente. El pueblo se alborota cuando
se filtra la noticia que el rico y jovial soltero Bingley -Simon Woods-
se ha mudado a una propiedad cercana, junto con su igualmente elegible amigo,
Darcy -Matthew Macfadyen-. En bailes e interacciones sociales, Bingley y
Jane parecen estar enamorándose, mientras que Lizzie y el arrogante Darcy
chocan repeliéndose. Las divisiones de clase y la interferencia de otros se
interpondrán en el camino de la felicidad de las chicas Bennet. El debut como
director de Joe Wright es también, sorprendentemente, la primera adaptación al
cine de la novela de Jane Austen desde 1940. La versión de 2005 presenta
valores de producción exuberantes, una estética pragmática, embarrada y
desordenada que celebra el estatus de clase trabajadora de los Bennet, aunque
ningún personaje de la trama parece preocuparse por el trabajo, y una admirable
utilización de las ubicaciones exteriores y la luz del sol filtrada. Independientemente,
esto sigue siendo una nueva versión de una historia trillada, y los
ingredientes frescos tienen una eficacia limitada. Pride and
Prejudice es un recordatorio de cómo las mujeres fueron tratadas
principalmente como criaturas onerosas para ser casadas con el primer hombre
disponible, y a la primera oportunidad. Dentro de la tranquila sabiduría de la
ardiente independencia de Bennett y Lizzie, la cinta insinúa cambios por venir,
pero en general este es un mundo donde los hombres son un premio codiciado y el
estatus de una mujer se define por el caballero que puede atraer. Aparte del
enfrentamiento entre Lizzie y Darcy, enamorarse consiste en un par de bailes
juntos, bellamente construidos por Wright utilizando un trabajo de cámara
notablemente fluido. No existen conversaciones significativas entre hombres y
mujeres, y esto me parece acertado. En el mundo de esta ponencia filmica, los
hombres son combinaciones de seres furtivos, manipuladores, oportunistas y
deshonrosos, o como en el caso de Bingley, felizmente vacuos. El acaudalado,
pero sin encanto Collins -Tom Hollander- y el apuesto, pero algo desconcertante
Wickham -Rupert Friend- contribuyen, pero sin la debida profundidad. Las
actuaciones son buenas y se mantienen en el lado correcto de la división cinematográfica.
Wright atenúa la prosa excesivamente elaborada de Austen, dando a los
personajes una buena base y permitiéndole a los actores espacio para maniobrar.
Keira Knightley se beneficia de la sensibilidad moderna de Lizzie para brillar
como una mujer que siempre dirá lo que piensa y nunca comprometerá sus valores.
Los otros personajes son menos singulares, con Rosamund Pike y Matthew
Macfadyen errando por ser muy tranquilos. Judi Dench actúa con la corrección
acostumbrada, pero luce exagerada en términos de maquillaje y cabello ayudando
a mantener a las chicas Bennet en su lugar. Pride and Prejudice es
un film encantador de ver, aunque a veces se estanque en tiempo y espacio, como
para excitar las sensibilidades modernas. Buen film. Recomendable.




















































Ousmane Sembene nació en enero
de 1923, en la ciudad de Ziguinchor, en Senegal y falleció en junio de 2007, en
la ciudad de Dakar, Senegal. Fue actor, director, escritor, guionista y
activista político. Está considerado como uno de los autores más importantes de
África del siglo XX y “el padre del cine africano”. Su educación cinematografica
la realizó en la Universidad Panrusa Guerásimov. Fue, sin duda alguna,
el primer artista africano que desnudó a escala internacional las graves
disfunciones de la realidad política, económica, social y cultural de su
continente a efectos de desintegrar tabúes y estereotipos asociados a la
inmigración y al maltrato de sus paisanos valorando la riqueza intelectual que
contenía la región y exponerla al mundo. El senegalés fundamentó su impronta en
el “cine social de denuncia” y jamás cedió en sus anhelos. Fue
un hombre polifacético, y ahí radicó su confiabilidad hacia su obra escrita y
visual. Si bien es cierto, Sembene llegó algo tarde, 1960, a desarrollar sus
habilidades en el cine -también estudió en la escuela rusa VIGK- realizó
su primer corto Borom sarret, en 1962, donde empieza
criticando al sistema mediante el retrato de la confiscación. Explica con
energía las diferencias entre pobres y acomodados, y lanza su voz de protesta
ante las desigualdades en una ciudad plagada de carencias. En su segundo
film, el mediometraje La noire de..., 1966, vuelve sobre el
drama social esta vez ambientado durante el conocido proceso de descolonización
donde muestra la arbitrariedad a través de la vida de una joven analfabeta
africana que presta servidumbre doméstica a una familia burguesa residente en la
Costa azul francesa. El cineasta deshoja el abuso y la mentalidad explotadora.
Sin embargo, el brutal sometimiento deriva en las primeras acciones de sedición
de una mujer negra. Luego toca en Mandabi, 1968, que
hoy comentaremos, el burdo comportamiento de la burocracia postcolonial. Sembene
fustiga al protagonista por ser un campesino anárquico y déspota con sus dos
mujeres. El susodicho recibe un giro proveniente de Francia y es sometido a
decenas de trabas para conseguir el dinero. Acá el africano mata dos pájaros de
un tiro. Denuncia la explotación de los negros luego de la independencia, pero
también hace lo propio con la instauración en el poder de una nueva corruptela
africana que toma el vacío dejado por el ocupante. Antes de dedicarse al cine, Sembene
ancló como obrero mecánico en su país para luego enrolarse en la milicia
francesa en 1942. Luego de la guerra, trabaja 10 años como obrero portuario en
Marsella, sosteniendo una aguda actividad político-sindical. En 1956 publica su
primera novela “The docker noir”, basada en esta altercación
corporativa. Debido a ambas experiencias realiza dos films de época
evidenciando el denso atropello del colonialismo francés: Emitai,
1971 y Camp de Thiaroye, 1987. En ambos, el africano revisa
hechos acontecidos durante la Segunda Guerra Mundial para demostrar las
injusticias y la congoja a que se somete el soldado. Francia obligaba a los
jóvenes de sus colonias a ir al frente sin tomar recaudos. Muchos senegaleses
expusieron su integridad y pese a las desventajas que otorgaban las tropas
alemanas son desalojadas de Francia. En Emitai, los jóvenes
de un pequeño poblado son capturados, presos y llevados al frente de batalla
contra su voluntad. Cuando miembros del ejército francés regresan para
solicitar comida para los soldados -era obvio que no para abastecer
bocas africanas, sino francesas- las mujeres del lugar deciden
esconder el arroz que ellas cultivaban. Esta decisión causa un brutal
enfrentamiento entre soldados franceses y pobladores del lugar. Como reprimenda
la milicia obliga a las mujeres mayores a pasar horas bajo el sol y demás
vejámenes. En Camp de Thiaroye, Sembene vuelve a la
confrontación, pero esta vez con una mecánica argumental distinta. Acá los
soldados africanos sobrevivientes que regresan a su país tras la victoria en la
Segunda Guerra Mundial son enviados a los campos de concentración de Thiaroye,
antes de dejarlos en libertad. En este paraje los africanos sufren ignominias
tanto con los alimentos y el dinero que ganaron por defender intereses
franceses. Se rebelan ante semejante despropósito. Sarcásticamente, Sembene
demuestra que en el ejército los negros podían adquirir rangos de “sargentos”
y ser reconocidos, pero de vuelta a África eran tratados como seres inferiores
y sin distinciones. El abanderado de la revuelta es el sargento Mayor Diatta
quien había estudiado en París, tenía muchas conexiones, y además era el único
que podía comunicarse en wolof y francés. Pasa de ser
un líder de la causa francesa a defender la africana. Sembene utiliza ambos
films para dejar sentada una posición documentada acerca de las formas en que
los franceses manipulaban sus colonias. El africano posee otros largometrajes
importantes como Ceddo, 1977, y Guelwaar,
1992. En el primero, le toma el pulso a la religión islámica o musulmana
implantada a la fuerza sobre las religiones animistas, otro
fenómeno de la colonización. El Imán -denominación que se le daba
a la persona que dirige el rezo en el islam- se transforma en una
figura emblemática del poder dentro de una de las tribus del siglo XIX, en
Senegal. Para captar adeptos y extender sus dominios, el Imán exigía
a todos los miembros a convertirse al islam, les saca sus nombres originales, y
los bautiza con otros. En estas circunstancias aparece el personaje de una bella
princesa que representa las bondades de la idiosincrasia africana, contraviene
la conversión y luchará para detenerla. Su actitud valiente y sin ambages
alimenta otro ejemplo del valor femenino que Sembene hace prevalecer, hecho que
asomó en Emitai y fundamenta en Moolaadé,
2004, su obra más reconocida. En Guelwaar, 1992, “el
padre del cine africano” vuelve luego de 15 años sobre la ecuación
mística practicante. El choque frontal entre las religiones surge cuando el
cadáver de un cristiano lo entierran en un osario musulmán. La familia del
difunto reclama al Estado la pérdida del cuerpo habiendo ido este a parar a
otro pueblo. Cuando se produce el protesto, los musulmanes rechazan la
devolución y se empieza una contienda religiosa. Los cristianos acometen
provistos de picos y palas para exhumar a su muerto y brindarle la sepultura
que corresponde, pero los musulmanes los repelen con palos y piedras. Ante el
agravamiento de las hostilidades, aparece el ejército -entidad
respetada por Sembene- para ordenar el impase. De este modo, tanto
en Ceddo como en Guelwaar el
cineasta no solo reafirma la iniquidad por temáticas de raza y de clase, sino
por motivos propios del misticismo. Finalmente, es interesante señalar -para
aquellos acuciosos- que Sembene se posicionó en contra del cine
documental y etnográfico del antropólogo francés Jean Rouch -Moi un
noir y Petit á petit- a quien le increpa que filma a los africanos
como si fueran insectos. El cine de Sembene también es incómodo para los
seguidores de Samory Touré -jefe militar africano que llegó a crear un
gran imperio en el África Occidental- quien fue el primero en combatir
a las tropas francesas a inicios de la colonización, aunque nos referimos a
generaciones distantes. El ambicioso proyecto de este excepcional
cineasta -considerado aún luego de su fallecimiento como el africano más capaz,
querido y respetado- sigue guardado en los cajones del olvido de la historia
del cine. Su obra es notable e imprescindible tenerla en cuenta. Personalmente,
Ousmane Sembene es de aquellos realizadores cuya destreza entremezcla la
ficción con el documental de manera tal que logra una obra existencialista.
Para terminar, su última propuesta y película de culto Moolaadé.
Es el film más representativo y difundido del senegalés. Quizá el logro mayor
sea el de haber podido aglutinar en base a una temática desgarradora y realista
a millones de mujeres no solamente del África sino de todo el planeta. Las
repercusiones de la ablación o mutilación genital femenina -aún practicada en
muchas partes del planeta- han ocasionado la creación de asociaciones u ONGs
que luchan contra este disparate con las armas que ofrece la educación y el
convencimiento como contrapeso a un esquema rígido y tradicionalista. Sembene
reafirma sus raíces y los temas por los cuales luchó toda su vida: el
abuso, la desigualdad y la ignorancia. Moolaadé es
una película de denuncia social sólida, honesta, feroz, estéticamente
impecable, filmada con criterio y sin demasías. Su fotografía colorida es
notable, y agrega vitalidad a las secuencias. Es de aquellas propuestas que
suelen considerarse como únicas e imperiosas de ser observadas para situarse en
contexto de forma y fondo. El director africano no recurre a ningún
tipo de moralina en esta historia, sólo intenta mostrarnos uno de los ángulos
costumbristas de la realidad de un poblado dominado por el hombre maniático y
machista que se quedó varado en la estupidez, la postergación, y que hace uso y
abuso de la mujer tanto en su estructura familiar como en su dependencia
intelectual. Sembene sabe transmitir conceptos utilizando una
narrativa límpida donde su postura ante un suceso determinado tiene la virtud
de rodearlo de afectos y defectos sin perder jamás la línea ni la identidad del
mensaje. Su característica es esencialmente pedagógica, y si bien nos concede
un margen estrecho para una reflexión amplia, la puesta en escena resulta
esclarecedora. Es un film de pocas palabras, pero de señales sencillas y
plenas, donde la rebelión aún es una esperanza. Su premisa abarca el respeto
por el derecho al asilo -traducción de Moolaadé- y la
tradición de la ablación de clítoris o Salindé. No se trata de una
disyuntiva religiosa, sino más bien de un intento por mantener una tradición
que se remonta a tiempos inmemoriales, y que les cuesta la infelicidad y hasta
la vida a muchas niñas. Pues bien, en Mandabi, Sembene adaptó una
de sus propias novelas. Nuevamente trabajando con recursos franceses, encontró
una nueva restricción: la película debe hacerse en color, algo que el senegalés
era reacio a hacer. Sin embargo, esta vez la propuesta debería ser más
decididamente africana, y sería la primera cinta realizada en una lengua
indígena, Wolof, idioma dominante en Senegal. El uso de este lenguaje y el
color le brinda a Mandabi un sentido y sabor muy diferente de las
dos películas anteriores, Niaye, 1964 y La noire de…,
1966. Mandabi tiene el aire de una fábula, que inicialmente corre
el riesgo de parecer una pose de viaje exótico. Pero, a medida que la narrativa
se vuelve más compleja, Sembene se despega de cada vez más capas que exponen no
solo las desigualdades sociales y económicas del neocolonialismo, sino también
la devastadora internalización de esas fuerzas en personajes que se han quedado
atrás, mientras la nueva nación poscolonial adopta cada vez más las estructuras
y actitudes de las antiguas potencias coloniales. Ibrahim Dieng -Makhodedia
Gueye- vive en un barrio marginal en las afueras de Dakar. Es una figura
bastante pomposa cuya ropa colorida sobrepasa su pobreza. Tiene dos esposas y
siete hijos, y la familia vive en un estado de deuda perpetua. Su sentido del
orgullo lo hace erizar de indignación cuando sus acreedores le exigen pagar.
Estos prestamistas, como Ibrahim, viven al margen de una sociedad que ahora
tiene poca utilidad para ellos. Son gente que ha quedado rezagada debido a un seudo
progreso definido por el neocolonialismo. Para desviar cualquier posible
admisión de su propia redundancia, Ibrahim hace una gran exhibición de su
religión devota, a pesar de no realizar ningún esfuerzo particular para
adherirse a sus prácticas. Vive a través del llamado a la oración, culpando a
sus esposas por supervisar. Su posición como patriarca familiar se aplica con
amenazas de violencia, y, sin embargo, rápidamente queda claro que sus dos mujeres
son más inteligentes que él, y más hábiles para hacer malabares con las
demandas económicas que oprimen a la familia. Ibrahim, que carece hasta de
tarifa de autobús, tiene que caminar por la ciudad en su búsqueda de una identificación
oficial. Un día, cuando está fuera de casa, el cartero llega con una carta que
proviene desde Francia; el sobrino de Ibrahim, que trabaja en el extranjero
como barrendero, ha enviado un giro postal por 25,000 francos. Las esposas
inmediatamente van a comprar alimentos para la familia a crédito en
anticipación de cobrar el inesperado monto. Cuando regresan, Ibrahim se inmola
a través de una gran comida sin cuestionar la fuente de esta repentina
generosidad. Es solo después de una siesta que se le informa sobre el giro
postal, momento en el cual los rumores ya se han extendido por el vecindario.
Los acreedores y conocidos comienzan a aparecer, tratando de aprovechar la
suerte de Ibrahim, pero, lo primero y básico, el giro, no se ha hecho efectivo
aún. En la oficina de correos, se le solicita
una identificación oficial, pero no tiene papeles. Para empeorar las cosas, Ibrahim
consigue un hombre cuyo negocio es leer y escribir cartas para los analfabetos -personaje
interpretado por el propio Sembene-. Le lee la carta de su sobrino y se descubre
que la mayor parte del dinero debe ser retenido para el regreso del familiar, una
parte es para su madre, la hermana de Ibrahim, con solo unos pocos miles para
Ibrahim. La ganancia inesperada se reduce instantáneamente; ni siquiera es tan afortunado
como él, sus esposas y vecinos habían imaginado. Por ahora, ni siquiera hay esa
modesta cantidad. Tiene que ir en busca de documentos oficiales. Va a la
estación de policía local para obtener una, pero no se puede emitir hasta que
tenga un certificado de nacimiento y fotografías. En la alcaldía, le pidieron
su fecha de nacimiento, pero solo conoce el año y no está completamente seguro del
dato. Todo va a resultar insuficiente. Un conocido de clase media que tiene una
conexión logra enderezar este problema en particular; Ibrahim regresará al día
siguiente con las fotografías. Pero, tiene que pedir prestado dinero para
obtenerlas y luego de inspeccionar varios negocios de fotógrafos, y tal vez
intimidado por el aura de comercios que pertenecen a otra clase, le paga a un
par de personajes en un callejón, quienes toman su dinero sin proporcionarle
las fotos. Y así sigue, paso a paso, donde las personas aparentemente útiles se
aprovechan de él, su dignidad se destruye cada vez más, y la posibilidad de
obtener el dinero es improbable. Como en las dos películas anteriores, la
división entre ricos y pobres también está marcada por una separación de lo
tradicional y lo moderno, entre la cultura indígena y una burguesía que se ha
moldeado a imagen del antiguo poder colonial. Ibrahim, con su sentido inflado
de sí mismo, inicialmente parece algo bufón, pero esa imagen se ha formado en
defensa contra la marginación, y a medida que los eventos continúan contra él,
sus defensas resultan endebles e inadecuadas y los bordes de la sátira se
dirigen hacia la tragedia. Su falta de educación y su pobre comprensión de la
sociedad, que lo ha dejado atrás, lo hacen vulnerable a la explotación por
parte de personas que han perdido todo sentido de comunidad compartida, gente
para quienes la avaricia y la falta de empatía se han convertido en la esencia
de las relaciones sociales. Ibrahim Dieng repite enfáticamente la moraleja del
film: “prefiero que mi política esté entretejida en el tapiz del cine en
lugar de gritar más allá de sus fronteras”. En resumen, si bien Mandabi
trata sobre un giro postal enviado a Ibrahim por su sobrino barrendero desde
París -Mouss Diouf- y la burocracia corrupta que le impide cobrarlo, lo
que resalta Sembene es un viaje humorístico al principio, uno que ve a Ibrahim
arrojado de una oficina gubernamental a otra mientras sus esposas -Yunus
Ndlay e Isseau Niang- compran comida y ropa a crédito en previsión de un
día de pago que nunca llegará, y que rápidamente se sale de control hacia una
desesperanza aparentemente irresoluble, aunque a través de todo Sembene
mantiene un toque humanista constante. Él está claramente en su mejor momento
cuando confía en los mandatos de la observación real que provee la filmica, lo
que hace que el cambio de último minuto a una declaración política
reduccionista sea aún más discordante. El cineasta africano ve el daño causado
por el colonialismo y finalmente, pasando de la sátira y una comedia de modales
a un discurso directo hacia quienes observamos, propone la necesidad de un
replanteamiento radical de la sociedad arraigado en los principios marxistas
que absorbió en sus años como trabajador en Francia antes de convertirse en
escritor y, finalmente, cineasta. Activo en sindicatos como trabajador portuario
en Marsella y trabajador de línea de montaje en una fábrica de automóviles, su
crítica va más allá del neocolonialismo a una necesidad fundamental de
remodelar la sociedad de ambos colonizadores e intentar que el proceso de colonización
sea mucho más equitativo. Buen film del africano. Recomendable.











































































William Oliver Stone
nació en septiembre de 1946 en la ciudad de Nueva York. Oliver fue hijo único,
sus padres: Louis Stone, quien trabajaba como corredor de bolsa en Wall Street,
y su madre, Jacqueline Goddet, eran gente de clase media. Luego de la secundaria,
Oliver ingresó a la Universidad de Yale, donde estuvo menos de un año,
hasta que se fue a vivir a Vietnam en 1965, donde se ganaba la vida como
profesor de inglés en el “Free Pacific Institute”. Su estadía duró menos
de un año, trasladándose a México, donde comercializaba marihuana, pasando 4
meses a una prisión especial. En 1967, se alistó en el ejército para intervenir
en la Guerra de Vietnam, logrando tres galardones militares. De regreso a casa,
en 1968, decidió ingresar a la industria del cine. Recibió clases de Martin Scorsese en la Universidad
de New York. En 1971, Oliver se graduó y buscó donde trabajar. No tuvo suerte, y con los pocos ahorros
que tenía -vendió las tres condecoraciones recibidas- y
en base a los sucesos socioculturales de los 60, empezó su carrera con un cortometraje: Last
Year in Vietnam, 1971, donde en seis minutos, él mismo se dirigió, e
interpretó a un veterano de guerra que luchó siendo herido gravemente. Fue un
corto fallido. A partir de aquello, todo se traducirá en nostálgicos recuerdos
que intentará superar. En 1974, le dan la posibilidad de rodar el film Seizure,
pero vuelve a vencerlo su poco dominio del lenguaje y demás elementos
cinematográficos. Como lo hizo Coppola, Stone debutó en el largometraje bajo
las pantanosas aguas del cine de terror de bajo Budget, a través de una
historia extraña y mal desarrollada. Fueron inicios oscuros donde no lució ni
ganas ni talento, debido a su inexperiencia, falta de presupuesto, pulso
narrativo, ofreciendo un relato con altibajos, cortes de ritmo, una visión
incómoda por lo sombrío de su fotografía, y de actuaciones mediocres. En 1978,
Stone se llevó su primer Oscar, pero como guionista. Fue con Midnight
Express, de Parker, y confirmó sus atributos para la escritura. En
1981, Stone retornó al horror para realizar su segundo largometraje: The
Hand, en 1981, un thriller psicológico a través de una atmósfera
turbia, lúgubre, surrealista e inquietante. En 1982, retomó su labor como
guionista, escribiendo junto a John Milius, Conan the Barbarian,
del mismo Milius; Scarface, 1983, remake del film de Hawks,
y Year of the Dragon, 1985, de Cimino, quien también
participó con Stone en el guion. Antes que volviera a filmar, comenzó con
sus cada vez más insultantes críticas a la sociedad y política norteamericana.
En 1986, rueda Salvador, guionada por él mismo, y la
colaboración de Richard Boyle, autor de la historia. Su reentré fue aceptado
por la prensa y el público. El film trató con firmeza el drama acerca de la
Guerra Civil en El Salvador. Ese mismo año, escribió el guion de 8
Million Ways to Die, de Hal Ashby, un thriller clásico de intrigas bien
llevado además de contener escenas interesantes. En 1986, realizó Platoon,
que hoy comentaremos, título antibélico ambientado en la Guerra del Vietnam. El
film resultó un éxito, ganando cuatro premios de la Academia, entre ellos los
Oscars a Mejor película y a Mejor director. Stone también fue premiado en los Golden
Globes, y en la Berlinale. La historia del “soldado novato y
desconocido” que va hacia Vietnam voluntariamente, para luchar
por su país, es una lección de vida. Stone, quien ya había estado allí luchando
por los EEUU, dijo que había regresado escaldado, y con ideas contrarias a las
que tenía cuando había ido a Vietnam. Las guerras siempre son injustas, y más
cuando se está atacando un país sin una razón que la justifique. Aunque la
lucha contra el comunismo parecía ser la excusa, los norteamericanos tenían
intereses, además que sus soldados cometieron muchos excesos imperdonables. La
frase en la que Dafoe le dice al personaje de Charlie Sheen: “Han ido
dando patadas demasiado tiempo, y alguna vez tenían que devolvérselas”, nos
da una idea preliminar de cómo se pensaba en los EEUU, a través de las ideas de
algunos de los jóvenes soldados, la gran mayoría sin estudios. Sin duda
alguna, Platoon remarcó lo que ya nos había
mostrado Apocalypse Now, en 1979, de Coppola. Stone acierta
al presentarnos las dos caras de una misma moneda, aunque opuestas en el fondo.
El sargento Burns -la mejor interpretación de Tom Berenger en toda su
carrera- encarna al héroe consciente que sabe que la peor guerra reside
allí, dónde la gente vive en paz trabajando ocho horas diarias para mantenerse
vivo. En la espesura, él siente la paz que le niega la civilización al imponer
en ella sus reglas de vida y de muerte. El sargento Elías, cortado por el mismo
patrón, comprende mejor que su antagonista que ni siquiera en la guerra es
bueno estar solo, y se rige por el código ético que impone la camaradería entre
iguales. El canto de la moneda lo recoge un aceptable Charlie Sheen, quien,
atrapado entre dos fuegos, al final escoge bando y sentencia como sólo en la
espesura del coraje puede hacerse. Al margen del formidable retrato psicológico
en imágenes y no en vacuos diálogos de sus actores principales -gran
acierto del director- la película nos impresiona durante sus combates.
Luego, el prestigio del ya controvertido cineasta y guionista neoyorquino subió
como la espuma, especialmente tras el éxito al año siguiente con Wall
Street, drama que contaba con el protagonismo de un joven Charlie
Sheen. Michael Douglas, el coprotagonista, se llevó el Oscar y el Golden
Globe a Mejor actor principal. Curiosamente, Daryl Hannah ganó el premio Razzie
a la peor intérprete femenina. En 1988, el drama de intriga Talk
Radio, fue aplaudida en el Festival de Berlín, logrando su
protagonista, Eric Bogosian, el Oso de Plata al Mejor actor. Bogosian,
junto a Tad Savinar, fueron los autores de la obra teatral adaptada al cine. La
vuelta a Vietnam, ahora desde la perspectiva de un inválido de guerra llamado
Ron Kovic, se produjo con el drama Born on the Fourth of July,
1989, film que volvió a resultar triunfal para Stone, quien confió el
papel protagónico a Tom Cruise quien por aquellos momentos permanecía
encasillado en el papel de galán. Stone ganó un nuevo Oscar al Mejor director.
Cruise no tuvo la misma suerte, pero se tuvo que conformar con el Golden
Globe como Mejor actor dramático. Los 90 resultarían prolíficos para Oliver
Stone. Escribió el guion de Evita, 1996. Produjo películas
como Blue Steel, 1990, de Kathryn Bigelow; Reversal
of Fortune, 1991, de Barbet Schroeder, Freeway,
1996, de Matthew Bright y The People vs. Larry Flynt, de
Milos Forman, el mismo año. Dirigió títulos como JFK, 1991, una
fabulación acerca del asesinato de John F. Kennedy basado en varias fuentes
literarias; The Doors, también en 1991, biopic del grupo de
Jim Morrison contado por los propios miembros supervivientes de la formación
californiana; Heaven and Earth, 1993, drama con que cerró
su trilogía sobre Vietnam; Natural Born Killers, 1994,
thriller basado en una historia de Quentin Tarantino; Nixon,
1995, film del género político en el que recuperó la figura del polémico
presidente estadounidense; U-Turn, 1997, una buena
combinación de thriller, neo-noir, y road movie, basado en una novela de John
Ridley; y Any Given Sunday, 1999, un drama deportivo.
También tuvo tiempo para hacer tres documentales: Persona Non Grata,
2002, donde trata el conflicto de Oriente Medio entre israelíes y palestinos, y
que centra en la figura del líder palestino Yasser Arafat; Comandante,
2003, donde pasa tres días con Fidel Castro hablando de la situación política
internacional, de la revolución castrista de 1959, del embargo estadounidense,
de la crisis de los misiles etc.; y Looking for Fidel, 2004, donde
vuelve a La Habana para conversar con el dictador. Alexander,
2004, fue una de las “metida de pata” de Stone en su filmografía,
junto a World Trade Center, 2006, un resbalón con
golpe. En 2009, volvió a fracasar con W., donde realiza la
biografía del presidente más alelado de la historia de los EEUU: George W. Bush
-quien dejó destruir las dos más hermosas torres gemelas del planeta- pero
que logra hacer una escena absorbente: Bush afirma: “Yo soy el culpable
de todo. Simplemente seguía la voluntad de Dios”, una frase digna del
expresidente peruano, hoy en la cárcel, Pedro Castillo. En 2010 volvió con Wall
Street 2: Money Never Sleeps, un film que se puede ver, que no es malo,
que hace un “mea culpa”, pero que no posee la tensión, la energía y la
fascinante maldad que le sobraba a su precuela. En 2012, estrena el tercer
documental sobre Castro: Castro in Winter, donde ya convertido
en “colorado” entrevista a Castro por primera vez desde que lo
operaron del colon. El mismo año hace quizás su mejor documental desde su
contenido testimonial hasta fijar una respetable opinión, aunque fuese para la
TV: The Untold History of the United States, donde en 10
capítulos, nos narra en off, una progresión variada y provocadora de sucesos
históricos que jamás trascendieron a la gente, pero que encuadraron
crucialmente la compleja hagiografía de su país, en el siglo XX. También en
2012, realizó, Savages, un film basado en la novela de Don
Winslow, que parece resucitar todas sus manías y aciertos cinematográficos, y
que posee momentos buenos y otros que no lo son; como por ejemplo, una especie
de noir que, sorprende al no ser un neo noir, porque oculta con su sapiencia la
canallada, y por otro lado, su gusto por la exageración sigue intacta, aunque le
falta esa fiereza, barbarie, ensañamiento, indocilidad, saña y furia -más
todos los adjetivos calificativos que ustedes crean conveniente colocar- que
mostró en su mejores films. Finalmente, a principios de 2016, filmó Snowden,
basado en el libro The Snowden files. The Snowden files. The Inside
Story of the World's Most Wanted Man, de Luke Harding, donde Stone, ya con 71 años, reprime didácticamente
un buen film sobre los hechos luego de la publicación hecha por el
diario The Guardian de la documentación clasificada que Edward
Snowden le proporcionó a la NSA o Agencia de Seguridad Nacional,
en 2013, acerca del programa secreto de vigilancia mundial de la misma.
Snowden, un agente tecnológico e informante, antiguo empleado de la CIA
y de la NSA -bien actuado por Joseph Gordon-Levitt- desafía
a toda una superpotencia porque como dice el chiste: sabía demasiado.
Si logramos meternos en la narrativa de Stone, seremos testigos de cómo la vida
y pensamiento de Snowden van cambiando a medida que sus descubrimientos lo
hacen percatarse que la idea de país que tenía formada en su cabeza no es la
que realmente poseía entre manos, y que quizás, la diferencia ideológica y de
actuación entre un partido político u otro y su líder, no es tanta como
nosotros la imaginamos. Stone no toma partido, solo expone y deja que nosotros
decidamos si fue real o inventado todo lo que observamos. Se aleja con criterio
de la realidad en los escenarios y en las situaciones, y las licencias
dramáticas que se toma hacen ver que todo aquello del Big Brother de
Orwell, sea todavía ficción literaria. En 2017, realizó una miniserie de cuatro
episodios titulada The Putin Interviews, donde entrevista durante 2 años
al actual presidente ruso. Es un duelo de ajedrez dialéctico y mental entre
ambos, un magnífico trabajo que nos brinda mayores conocimientos acerca de una
parte del mundo que, aunque se creía olvidada, aún sigue resistiendo los
embates del llamado mundo occidental. La frase del documental es, a no dudar la
que emite Putin: “Al fin y al cabo los líderes no son más que el producto de
su época”. Otra es: “Gorbachov empujó el país al caos. Segmentos
completos de la economía rusa se vinieron abajo, arruinó el sistema de salud
pública y millones de rusos se empobrecieron”. En 2021 hizo el documental: JFK
Revisited: Through the Looking Glass, donde expone pruebas recientes y
desclasificadas sobre el asesinato de Kennedy, el crimen estadounidense más
trascendente del siglo XX. Stone nos muestra de manera ficcionada todas las
piezas inconclusas que habían llevado a la comisión Warren a señalar a Harvey
Oswald como el único responsable del crimen del presidente de los EEUU. Así
mismo, aporta nuevos datos sobre la famosa “bala mágica” que nadie
imaginaba, contándonos también todos los desaciertos intencionales de la CIA
en otros países, y cómo Kennedy intentó limpiarlas a través de la vía pacífica
y arreglando los conflictos diplomáticamente. Lo ultimo realizado por Stone es
el documental Nuclear, 2022, en donde explora la posibilidad que la
comunidad mundial supere retos como el cambio climático y alcance un futuro
mejor gracias al poder de la energía nuclear accediendo a potencias en la
materia como Rusia, los EEUU y Francia. Pues bien, de lo que Oliver Stone desarrolló
en Platoon, hay cuestiones que han sido injustamente olvidadas
durante 37 años, pero existe una que no, y es la precisión filmica acerca del
medio ambiente, la faceta que más ha sido reconocida, no solo en la diversidad
de películas que representan lo que sucedió en Vietnam, sino en la rica
filmografía del cineasta. Esto no es solo para llamar la atención sobre qué tan
bien Stone, junto con el capitán Dale Dye como consultor, y el diseñador de
producción Bruno Rubeo, reinventaron la densa atmósfera selvática de Vietnam
del Sur, en algún lugar cerca de la frontera con Camboya, en una porción de
selva a poco más de 160 kilómetros de la ciudad de Manila, en Filipinas, sino
qué tan bien se invocaron a aquellas luchas filosóficas entre soldados, y que luego
posicionaron una dialéctica muy norteamericana sobre las reglas de
enfrentamiento y la incómoda moral de la guerra moderna. A pesar de todos aquellos
matices en que Oliver Stone y sus colaboradores se centraron como los errores y
las sanguijuelas, el uso de armamento, las drogas, el dudoso sentido de la
jerarquía militar, la confusión total, la angustia y pánico que sienten los
nuevos reclutas, el cinismo de los combatientes veteranos etc., la historia que
cuenta en Platoon podría haber tenido lugar en un campus
universitario, durante un mitin en el Central Park, en una manifestación en la
esquina de cualquier calle o en una mesa redonda a la que asistieron
intelectuales, veteranos de guerra y/o estudiantes. Sin embargo, el escenario
le permite a Stone no solo ofrecer una reprimenda a las graves falsedades de
John Wayne y Ray Kellogg, en The Green Berets, 1968, sino también
para darle un tratamiento más experimental de la guerra que Stanley Kubrick y
Coppola habían utilizado como escenario para sus inmersiones cerebrales,
declaraciones menos convincentes sobre Vietnam como un imperativo masculino, autoritario
y, en última instancia, capitalista. Por mucho que su dialéctica podría haberse
reubicado en innumerables lugares de los EEUU, Platoon es un
recuerdo abisalmente personal de un veterano de guerra condecorado, un elogio
lacerante para el ideal militarista de Norteamérica y, por sobre encima de todo,
una gran película bélica. Caer bien parado no solo para Stone, sino también
para aquellos que tuvieron la suerte para obtener un aplazamiento, Chris Taylor
-Charlie Sheen- se baja de un avión en la escena de apertura y entra en
contacto con dos variaciones presagiadas de sí mismo: una bolsa de cuerpo
negro que transporta, y un veterano endurecido y derrotado que se sube a otro avión.
Esas dos imágenes se alojan en la mente de Taylor cuando comienza su turno de
servicio con el 35vo Regimiento de Infantería, liderado por el teniente Wolfe -Mark
Moses- aunque dirigido por las fuerzas opuestas del sargento Barnes -Tom
Berenger, en lo que puede ser su mejor desempeño interpretativo- y el
sargento Elias -Willem Dafoe, una presencia invaluable como siempre-.
Aunque sin una trama estructurada, el guion de Stone gira en torno a un puñado
de asesinatos y otros crímenes que ocurren en una pequeña aldea vietnamita, a
manos de Barnes y una facción de soldados leales solo a él, retratados de
manera prominente por Kevin Dillon y el actor regular de Stone, John C.
McGinley como el sargento O'Neill. El evento funciona como una representación
en miniatura de la “matanza de My Lai”, una masacre de civiles que
perpetró una unidad militar del Ejército de los EEUU durante la guerra dentro
del territorio de Vietnam del Sur, el 16 de marzo de 1968, hecho que aún no se
ha recreado de forma exhaustiva en la cinematografía de algún país. Elias y
Taylor son los principales testigos de estos crímenes, representando un intento
obediente de aferrarse a la moral personal entre el caos de la guerra, pero
también una amenaza absoluta para la carrera de Barnes y su dura mentalidad. Los
opuestos paralelos son abundantes en la película, desde un búnker lleno de
gruñidos humeantes y amantes de Motown hasta una guarida de juegos de póker,
abrazos de Budweiser, soldados que cuelgan la bandera confederada, todo esto filtrado
desde aquellos ideales humanistas de libre pensamiento de Elías y la realidad
de dejar que Dios los separe de Barnes, haciendo que la eventual fragmentación
de Elias por parte de Barnes sea un punto de inflexión fascinante para Taylor. Este,
cree en la filosofía que expone Elias, pero ve cómo Barnes es el que finalmente
gana debido a sus creencias, que nos chocan frontalmente en una de las escenas
más memorables del film. Barnes entra en el búnker de los fumadores de drogas y
los desafía a matarlos, a lo que solo Taylor reacciona físicamente. Su
conflicto es palpable, pero lleva una especie de asiento trasero a la puesta en
escena culminante y brillantemente agitada de la Ofensiva del Tet de Oliver
Stone, una operación militar planificada por el gobierno de Vietnam del Norte y
ejecutada fallidamente por el ejército de Vietnam del Norte y el Vietcong
o Frente Nacional de Liberación de Vietnam -conformado por soldados
camboyanos y guerrilleros y campesinos de vietnamitas del Sur- contra los
EEUU durante la guerra, lo que estimuló la confrontación final entre Taylor y
Barnes. Parcialmente narrado por Taylor a través de las cartas a su abuela, Platoon
puede arropar al personaje de Sheen en su núcleo, pero abarca una gama amplia
de emociones, reacciones e identidades. Forest Whitaker, Tony Todd, Johnny
Depp, Francesco Quinn, Reggie Johnson, Richard Edson y el gran Keith David
completan papeles menores, pero que le agregan una variedad de sabores
temáticos a la trama, especialmente cuando se consideran los fundamentos raciales
y económicos del conflicto. Como equipo de producción, colaboran con Oliver Stone,
la editora Claire Simpson, el musico Georges Delerue y el encargado de la
fotografía Robert Richardson, y poder tener una visión más completa del
combate, liberando secuencias como la emboscada que termina en la fragmentación
de Elias y la Ofensiva del Tet por tener que concentrarse en la labor de
Sheen. Es un movimiento ambicioso, y vale la pena mantener la historia impredecible
donde tantas otras películas de guerra son frágiles al centrarse en un solo
soldado. Taylor sobrevive, y tal vez haya el menor olor a una trama ordinaria
sobre la mayoría de edad, como lo atestigua el relato final de Taylor: el
personaje central nació de los dos padres, de Elias y Barnes. Poco menos de
40 años luego que las últimas tropas se retiraran de Vietnam, y un cuarto de
siglo después Platoon, aquella liberación defendida de los mismos
dos padres parece estar en batalla, incluso si se han vuelto mucho más
radicales con los años y más fragmentados dentro de sus campamentos. Es
fascinante hoy considerar eso, cuando me encontré por primera vez con la
película a los 24 años, y la imagen de la oración icónica final de Elías al
cielo antes de morir, hecho que recordé durante un tiempo como el desenlace de Platoon,
descuidando tanto el enfrentamiento de Taylor con Barnes como la Ofensiva
del Tet. Tal vez fue mi propio neófito, los ideales destrozados, aunque
reforzados con la muerte de lo que fue, para quien suscribe, el personaje más
razonable del film, aunque la corrupción de Taylor, su velada, no se registró. Muchos
años después, la versión adulta de ese cinéfilo enojado puede no ponerse del
lado de Barnes, pero al menos debe de saberse que la guerra que no se logra experimentar
nunca se puede entender completamente, porque no se poseen certezas morales.
Quizás una de las mejores películas bélicas de la historia del cine
estadounidense. Vale la pena el poder repasarla.
























































Aleksandr Nikolaevich Sokurov
nació en junio de 1951, en la localidad de Podorvikha, la ex URSS siberiana,
hoy Rusia. Aleksandr llegó al mundo discapacitado debido a un defecto anatómico
en sus piernas. Hijo de un oficial del ejército rojo durante la Segunda Guerra
Mundial, pasó su infancia viajando con su familia por Rusia mientras su padre
era trasladado de un lugar a otro. Este rápido cambio de ciudades y colegios lo
mantuvo solo, sin amigos cercanos, pasando su tiempo libre aislado. Después de
la escuela, estudió historia. En ese momento, sin embargo, había decidido
convertirse en cineasta, y en 1975 se mudó a Moscú para estudiar en la VGIK o The
Gerasimov Institute of Cinematography, escuela de cine estatal, una de las
más prestigiosas de su tipo en Rusia. En los años que siguieron hizo varios
cortos, ninguno de los cuales fue del agrado de sus maestros. Sus trabajos
fueron descritos como extraños, formales y amanerados, pero nada prometedores.
Al final, Sokurov entró en un conflicto abierto con sus mentores y abandonó
la VGIK, sin embargo, fue durante sus años allí que conoció a
Tarkovski con quien hizo amistad. Fue el gran maestro ruso el primero en notar
el talento de Sokurov, y decirle que iba a tener una brillante carrera siempre
que encontrara y se mantuviera fiel a su propio estilo, así que, con el
respaldo de Tarkovski, Sokurov encontró un empleo en Lenfilm, el
segundo estudio de cine en Rusia. Trabajó extensamente en la TV. De ahí en más,
sus películas crearon tensiones con las autoridades soviéticas, pero después
del colapso del régimen, sus cintas comenzaron a ganar premios en algunos festivales
internacionales. Si bien es más conocido por sus largometrajes, Sokurov ha
dirigido más de una veintena de documentales. Su Russkiy kovcheg o El
Arca Rusa, 2002, que comentaremos hoy, es un logro histórico que podrá
ser observado por muchas generaciones. El ruso es un director de películas de
vanguardia. Su primera cinta: Odinokiy golos cheloveka,
1987, no fue lanzada hasta principios de 1990, porque los mandamases del
estudio observaron una postura antigubernamental. Sokurov logró completar
varias películas en ese mismo año: Moskovskaya elegiya,
documental dedicado a Tarkovski; Skorbnoye beschuvstviye,
adaptación dramática de la obra de teatro de George Bernard Shaw “La
casa de las penas”, donde el autor intervendrá en la historia para tratar
de poner orden en la representación de su propia obra. La cinta fue un fracaso
comercial porque resultó ser difícil de entender para los cinéfilos comunes,
pero algunos críticos complacidos lo consideraban como un incipiente autor,
pero ya con una visión propia. Siguió haciendo películas personales y
artísticas que ganaron la admiración de los fanáticos de las artes en Rusia y a
nivel internacional. A menudo, sin un claro argumento, sí con énfasis en la
estética y el impresionismo, sus cintas van a destacar por su enfoque
filosófico de la historia y la naturaleza. Sokurov convirtió a la gente de a
pie en actores profesionales. Al mismo tiempo, las diferentes interpretaciones
que se pueden extraer de sus películas a veces las hacen artistas extraños. Un
ejemplo es: Otets y syn, que fue estrenada en el Festival
de Cannes en 2003, donde el cineasta ruso lucía algo preocupado por las
críticas, ya que algunos vieron en él lo que se describió como “relaciones
homosexuales a través de parientes cercanos”. Sokurov lo negó sin demora.
Su Russkiy kovcheg o El Arca Rusa es
en realidad una película experimental donde un aristócrata
francés del siglo XIX se pasea por el museo Hermitage de San Petersburgo,
encontrándose con una serie de personajes de la historia rusa. Publicitada en
su momento como la única película en la historia del cine que está filmada en
una sola toma, es decir, 96 minutos rodados en un plano con una cámara digital
HD. Su virtuosismo, su complejidad y su originalidad consiguieron el unánime
aplauso de la crítica, aunque la incertidumbre se suma a la obra. A fines de
los años 90, Sokurov anunció hacer una trilogía sobre los líderes políticos más
poderosos del siglo XX, como una especie de reconciliación con su primera vocación
de historiador. En Molokh, 1999, nos narra un día en la vida de
Hitler; en 2001, a través de Telets, realiza una mirada controvertida
de Lenin, mientras en Solntse, 2005, nos muestra al
emperador japonés Hirohito pidiendo la rendición incondicional de Japón. Es
obvio que a Sokurov le preocupaba aquellas temáticas tales como la influencia
del poder absoluto sobre el ser humano, la responsabilidad y el grado en que
una persona puede influir en la historia. El ruso siempre ha intentado
distanciarse de la corriente principal tanto como le sea posible. Asistido por
productores europeos y asiáticos, fundó su propia compañía de producción: Bereg en
San Petersburgo, desde donde apoya la producción independiente de películas rusas.
Sokurov es un artista influyente, una fuerza impulsora del movimiento de
la “casa del arte” en Rusia, y directores rusos de la
generación más joven lo idolatran por su estilo personal, pausado y onírico, y
porque ha conseguido imponerse como una figura de vital valor en festivales y
filmotecas, aunque el público que asiste en masa a las salas poco o nada conoce
de la sapiencia del ruso. Por cercano y desconocido, su film Aleksandra,
2007, es una propuesta atemporal, exótica, relajada, aunque en el corazón de
sus imágenes, o en el interior de sus tinieblas, repose la crudeza de una
guerra que solo intuimos. Sokurov construye su historia a modo de viaje y no
busca engañar a nadie. El film se desarrolla dentro de su ética y sus
posibilidades, tejiendo un elegíaco discurso antibelicista. Sokurov, embelesado
ante tanta poética, olvida contarnos una historia, o tal vez prefiere
relatarnos una fábula de formas irreales, pero de trascendencia. Aleksandra no
es un film bélico, tampoco un drama, y menos un thriller: la tensión, en todo
caso, se desarrolla tras el campamento protagonista, un espacio y conflicto que
no observamos, aunque ya lo hemos visto miles de veces en el cine. Puede
hastiar, pero el intento es elogiable. Al igual que Tarkovski, Sokurov traza en
el cine ruso un camino distanciado de toda etiqueta y al margen de todo tono
narrativo corriente. Recurre a obras literarias, cuyos ecos dislocados se
entremezclan en sus primeros films en base a planos anacrónicos. El ruso no
verá el estreno de sus películas en la URSS hasta gozar del favor de la Perestroika.
Innova en el documental y profundiza su método con ficción a través de imágenes
no realistas, onirismo, montaje subjetivo, tratamiento poético y musical.
Luego, sus quehaceres fílmicos van de la mano de la Sci-Fic con colores
derivados del sepia dibujando desiertos y dunas, ciudades abandonadas, de seres
marginados, y atormentado por la muerte de su padre. También trata con sumo
cuidado la soledad del hombre, y afronta la muerte con una mirada amplia sobre
la esencia de la humanidad, sugiere la violencia y se entromete con el horror.
Las imágenes de sus obras son prolongadas, nebulosas o monocromáticas, la
iluminación algo pálida, y el tratamiento quizás no realista del color, además
de los diálogos desfasados y la ausencia de referencias físicas identificables
en pantalla -un paso atrás como otro adelante del cine experimental- crean
un universo metafísico único. Estamos frente a uno de los mejores cineastas de
la Europa de los 80. A menudo, como le ocurre en general a su cine, como al de
otros autores con una narrativa escasamente convencional, se le ha acusado de
falta de ritmo, luciendo sus propuestas algo soporíferas. Claro, están
presentes la sutileza de las imágenes, el montaje, los diálogos y la rotunda
presencia de actores poco conocidos, que hacen olvidar pronto estos tópicos a
un público occidental cultivado. Sus otras obras son: Faust,
2011; Francofonia, le Louvre sous l’Occupation, 2015 y Skazka,
2022. Pues bien, a pesar de una atracción innegable por lo majestuoso, Sokurov
parece reacio al espectáculo sencillo, abordando temas colosales desde ángulos
extraños y específicos. Desde su tetralogía sobre el poder hasta sus retratos
documentales de ritmo glacial, ha establecido un sistema característico de
reducción de rutinas, suprimiendo figuras y eventos masivos a curiosidades algo
deformes, usando tomas largas, diálogos sobrios y ausencia de drama para
congelarlos dentro de su propio reino filmico. Ninguno de estos actos es quizás
tan perverso como la disminución que se produce en El arca rusa,
que más allá de su progresión masiva de 300 años de historia rusa también tiene
su propia etiqueta rodada en un solo plano continuo. Esta acrobacia, combinada
con un elenco de cientos y un grandioso escenario palaciego, parece prometer un
enfoque épico, pero los métodos de Sokurov son contrarios, lo que resulta una
alucinación populista que se adentra en los misterios y variables de lo histórico.
Filmada y ambientada en el Palacio de San Petersburgo, la película comienza con
poca fanfarria, empujando a una multitud de soldados, a través de una puerta y
subiendo una escalera. La presentación sigue siendo oscura, donde la flotante
Steadicam (un gran esfuerzo de la fisicidad del operador) recorre una
habitación tras otra, cada una ocupando un punto discreto en el tiempo,
aparentemente sin conexión lineal entre ellas. Estableciendo la cámara como
punto de vista fijo, Sokurov asigna esta perspectiva a un fantasma sin cuerpo,
un hombre que ha muerto, y ha sido transportado a este inframundo atemporal. Lo
guía a través de la acción Marquis de Custine, interpretado por Sergey Dreyden,
un noble francés del siglo XIX que se manifiesta enigmático y desconcertado por
su repentina habilidad para hablar en idioma ruso. The Stranger, así se lo
llama, nos proporciona algunos matices históricos, pero sus comentarios son más
desconcertantes que útiles. Es fácil imaginar cómo un cineasta menos excéntrico
podría haber abordado una pieza de ficción histórica tan sustanciosa, optando
por un arreglo cronológico de escenas, construyendo dioramas escenificados para
representar eventos clave. Sokurov, si bien no renuncia por completo a los
placeres de tal dramatización, nunca se entrega a ellos por completo, otorgándonos
destellos de figuras famosas o momentos reconocibles. Como siempre, la
mistificación sigue siendo su piedra de toque más constante y, como gran parte
de su obra, El arca rusa emplea la confusión sensorial como un
medio para reducir el enfoque, recontextualizando la forma en que imaginamos
tanto el espacio fílmico como los sucesos históricos que transmite. Sokurov
suele basar tal desorientación en torno a un programa de privación, manteniendo
las tomas durante minutos mientras niega los detalles clave, jugando con el
encuadre y el enfoque. Aquí es al revés, con demasiada información y poco
contexto, obligándonos a centrarnos en el fluir de los cuerpos y la separación
sembrada por tantas imágenes circulares. El resultado final se encuentra en
algún lugar entre el Infierno, de Dante, con The Stranger
actuando como un guía virgiliano de un paseo en el parque de diversiones más raro
o llamativo de todos los tiempos. Todo esto queda contenido en el famoso plano
secuencia único, que supera su envoltorio de truco al servir como una forma
contraproducente de presentarnos el material, dejando las configuraciones
mesuradas por movimientos coreografiados basados en una agitación controlada.
Esta es una película cuyo tratamiento de la historia está más orientado a la
sensación que a la explicación y, por lo tanto, se beneficia del sentido de artificialidad
que la impregna, haciendo que el pasado sea vívido, aunque tan frágil como una
bocanada de humo, que se desvanece cuando se le involucra directamente. Hay un
motivo de personajes que huyen de la cámara, ya sea Catalina II partiendo con
un sirviente a través de un patio nevado, o Anastasia y sus amigos corriendo
como una bandada de pájaros exóticos. Estos casos se vinculan con los repetidos
cuadros que presenta Sokurov, manteniendo la cámara fuera de la acción. Por lo
tanto, al agitar toda esta especie de bella confusión febril, el film va a
lograr algo inimitable, replicando la sensación de ser arrojado al calor de un
momento histórico. Es un recordatorio que, si bien el flujo del tiempo es claro
en retrospectiva, estas son clasificaciones basadas en generalidades; como la
división indefinible que divide en dos a esta gigantesca nación, algo que elude
una clara circunscripción. A caballo entre el presente y el pasado,
documentando una cultura atrapada entre la liberalidad europea y el conservadurismo
ortodoxo, la gran opulencia y el noble sacrificio personal, El arca rusa
permanece firmemente al mando de sus contradicciones y aciertos. Todo esto
culmina en una escena de salón de baile, que documenta la última danza realizada
por el zar en 1914, celebrando tres siglos de gobierno de los Romanov. Sokurov
filma en la habitación donde se llevó a cabo la fiesta real y presenta los
procesos como si un invitado cualquiera pudiera haberlos presenciado,
revoloteando por los bordes, y captando breves destellos de su grandeza rococó.
Luego, la fiesta termina, la multitud se retira y nuestro avatar fantasmal los
sigue, de regreso a la nieve cegadora, un acto final de concesión al
incognoscible vacío del tiempo. Vale la pena revisarla.

























































Olivier Assayas nació en enero
de 1955, en Paris. No solo es un prestigioso director de cine y guionista, sino
también un afinado crítico de cine. Es reconocido por sus piezas de época,
thrillers psicológicos, neo-noirs y comedias. Su trabajo es sinónimo del
movimiento cinematográfico conocido como New French Extremity y han
colaborado con él actrices como: Juliette Binoche, Emmanuelle Béart,
Isabelle Huppert, Penélope Cruz, Ana de Armas, Virginie Ledoyen, Kristen
Stewart, Lola Créton, Asia Argento, Maggie Cheung, Connie Nielsen, Judith
Godrèche etc. Hijo del cineasta Jacques Rémy, Assayas comenzó su carrera
como crítico de la revista Cahiers du Cinema. Aquí escribió sobre World
Cinema, y sus autores quienes más tarde influirían en sus propias obras. Realizó
cortometrajes y luego dio el salto de guionista a realizador. Hizo su debut con
el drama Désordre, 1986, en donde la historia de una muchacha y
dos chicos sin recursos económicos, pero con mucha ambición, buscan formar un
grupo de rock. Sólo necesitan los instrumentos, que conseguirán en un robo que
acabará en tragedia. Continuó con L'Enfant de l'hiver, 1989, otro
drama donde un arquitecto abandona a su novia que está a punto de dar a luz
para perseguir a una escenógrafa que, a su vez, está obsesionada por un actor
que ya tiene mujer. Los esfuerzos de todos ellos por alcanzar la felicidad
fracasan estrepitosamente. En 1998, siguió con el drama Paris s'éveille,
donde un muchacho, huyendo de la policía, se instala en casa de su padre, un
hombre inestable que vive con una chica joven que es adicta a las drogas.
Assayas se adentra en otra dura historia de personajes desnortados y faltos de coherencia
que no pueden evitar hacerse daño, y que demuestran inmadurez emocional. Todo
ello en un ambiente sórdido, un Paris marginal que únicamente nos muestra su
belleza en planos generales del amanecer o el atardecer, y de la ciudad con los
que abre los distintos arcos argumentales. Assayas vuelve a interesarse por el
reverso oscuro de las relaciones humanas, en este caso entre un padre, su
amante de 19 años y el hijo de la misma edad. Realizó buenos films como: L'Eau
froide, 1994; Irma Vep, 1996; Fin août, début
septembre, 1998, que hoy comentaremos; Les Destinées
sentimentales, 2000; Clean, 2004; Boarding Gate,
2007, una cinta de contrastes, en la que hace notar su admiración e interés por
el cine negro de su paisano Jean-Pierre Melville, a quien lo estudia con
profundidad, y logra reinterpretarlo sin copiar o seguir un mismo camino.
Melville es un referente ineludible de Assayas, y quien sepa del género, se
dará cuenta. Pero, quizás lo que llama más la atención es que él puede
vincularse con el cine de acción asiático del primer John Woo o de Johnny To,
fusionando las diferentes características de un mismo género distanciado unos 30
o 40 años en el tiempo, aunque esa búsqueda de contrastes no se limita en
exclusiva a este punto, pues la hallamos en la propia ambientación, la cual nos
traslada de la desasosegante atmósfera industrial londinense al bullicio
incontrolable de las calles de Hong Kong, como en el gélido tratamiento de una
imagen que choca con la pasión que mueve a todos y cada uno de sus personajes.
En 2008, realiza L'Heure d'été, un drama familiar en donde entre
tres hermanos estalla un conflicto cuando su madre, albacea de la colección de
arte del siglo XIX que perteneció a su tío, muere repentinamente. Sin embargo,
no tendrán más remedio que limar asperezas y llegar a un acuerdo. Adrienne es
en Nueva York una diseñadora de éxito, Frédéric es economista y profesor
universitario en París, y Jérémie, un dinámico hombre de negocios asentado en
China. Esta situación representa para ellos el fin de la niñez y de los
recuerdos compartidos. En 2010, hace Carlos, le film, donde nos
presenta su propuesta como un biopic centrado en la controvertida figura de
Ilich Ramírez Sánchez quien, bajo el “nom de guerre” de “el chacal”,
perteneció al Frente Popular para la Liberación de Palestina, durante
los años 70, y cuyos actos terroristas lo convirtieron en el enemigo público
más temido. Assayas arranca con la típica etiqueta descriptiva donde nos
informa que los sucesos que observaremos están basados en hechos reales, pero
con un diferencial: si bien Carlos parte de una serie de personajes reales y
de sucesos históricos, se impone como un film de ficción. Consciente de la
imposibilidad de aprehender la realidad de un personaje con tantos rincones
oscuros como Carlos, Olivier decide desde el arranque anteponer la mirada
cinematográfica al peso de lo didáctico. En 2014, dirige el film Sils
Maria. Assayas logra una nueva cinta de contrastes haciendo una
declaración sobre el estado del cine y su “psicología pop”, logrando un
contrapeso ideal entre la postura de una jefa y su mano derecha sobre
una amplia gama de temas relacionados con el arte de la interpretación. La
cinta del francés se trata de un bello y efectivo juego de espejos, donde los
reflejos entre la obra y la realidad crean una imagen nítida de la renuencia a
aceptar que la cronología es irrelevante en el marco de la atemporalidad.
Juliette Binoche es una de esas pocas actrices que ponen en pantalla aquella
famosa frase de Godard: toda película es un documental de sí misma. En
este, como en otros materiales, uno podría olvidar la narrativa y pasarse la
historia entera deteniéndose en la apreciación de su impoluto trabajo actoral,
en lo genuino de los cambios en su mirada, en la intensidad de su voz, de su
risa desbocada, en la frescura de su cuerpo que se adentra en una cámara que
queda vencida ante ella. Assayas la dirige con maestría; la pone en
dificultades que ella sortea con elegancia, pero sin perder jamás la fuerza
dramática. Debe resultar mágico enfocarse en alguien con esa capacidad de
entrega y autenticidad, que resulta una belleza extraña dentro del mundo de la
afectación, la hipérbole continua y las operaciones para modificarse el rostro
y el cuerpo al que estamos acostumbrados. Juliette es un alivio seductor en su
adultez y ambigüedad. En 2016, Assayas realizó Personal Shopper y
luego la comedia dramática Doubles vies, 2018. Su último film es Wasp
Network, 2019, que comentaremos hoy. Su proyecto inmediato es el thriller
Idol's Eye, que suponemos se estrenará en 2023/24, y que cuenta
con Sylvester Stallone, Robert Pattinson y Rachel Weisz. El francés atrae porque
hace de la diversidad un entretenimiento veraz y cuidadoso. Cuando tiene el
intelecto fìlmico afinado es excepcional. Se entromete con las historias, se
pelea con ellas, y les busca el lado innovador para poder proyectarse y
llevarlas a cabo. Sus films son sustanciales sin desbordes ni desperdicios,
repletas de matices y lecturas, que parecen descubrirse como un vibrante
romance, pero que luego se va minimizando y/o maximizando encontrando el
leitmotiv de la trama en un airoso o desprolijo desenlace. No me refiero a una
obra maestra en específico, sí a una filmografía donde se conjuga todo dentro
del espacio-tiempo y otros elementos, y rescato una seductora forma de pasar el
tiempo sin exigirse secuencias sofisticadas. Pues bien, Fin août, début
septembre o Late August, Early September, 1998, es un
drama familiar sombrío, pero perspicaz encabezado por uno de los mejores
actores franceses de los años 90, Mathieu Amalric. Oliver Assayas no obliga a
sus personajes a sumergirse en la premisa, la trama secundaria o arcos obvios.
Les permite ser libres de hablar sobre sus sentimientos de manera no guiada
mientras mantienen un control temático. La película está separada en seis
partes, con el paso de varias semanas o meses entre segmentos. El catalizador
de la película es la enfermedad y eventual muerte del escritor, Adrian -Francois
Cluzet-. Este, acaba de cumplir 40 años, y con el inicio de su no descrito
mal le llega una decepción por su carrera como escritor. Sin embargo, el
personaje principal es Gabriel -Mathieu Amalric- amigo y mentor de Adrian.
Es editor de libros, algo más joven que Adrian, y está en un estado confuso con
su trabajo, vida romántica y situación de vida. Al comienzo de la película, él
y su exnovia Jenny -Jeanne Balibar- están vendiendo un departamento
adquirido cuando eran pareja. Gabriel y la novia actual, Anne -Virginie
Ledoyen- están en una relación basada en el sexo y las disputas. Assayas
trata en gran medida con personajes que discuten sus vinculaciones pasadas y
actuales. Jenny observa su romance fallido con Gabriel con abrumadora nostalgia.
Este, también se aferra a esos recuerdos, pero con el entendimiento que su
relación era, a sus ojos, desastrosa e intrascendente. Aún mantienen una
conexión que ambos encuentran difícil de romper. Gabriel y Anne están en un
lugar rocoso debido al temperamento impredecible de Anne y la falta de
participación emocional de Gabriel. Al final, nos enteramos que la vacilación
de Anne sobre Gabriel proviene desde lo sexual, ya que ella muchas veces anhela
una experiencia algo más perversa, y sabe que él no está dispuesto a brindársela.
Además, Gabriel es incapaz de expresarse verbalmente cuando se trata de él, lo
que hace imposible comunicarse acerca de sus preocupaciones. Adrian tiene una
expareja llamada Lucie -Arsinée Khanjian- cuya perspectiva acerca de su relación
de diez años se examina, así como su conjunción actual con Vera -Mia
Hansen-Love- una adolescente de 16 años. Además de las parejas reales, hay
muchas amistades que permiten nuevas dinámicas y se sostienen en caracterizaciones
individuales. A lo largo de la trama, se hace evidente que las relaciones
tienen muchas identidades diferentes formadas por las diversas perspectivas de amigos
y familiares cuyas observaciones crean perspectivas separadas. La mayoría de
las escenas presenta a dos personajes siempre hablando entre ellos. Assayas coloca
tantos puntos de vista diferentes como puede, no creando una comprensión
completa de esos nexos. Todo esto se suma a una película que analiza cómo otros
ven sus vinculaciones antes, durante y después de los hechos. A pesar de todo
el enfoque en las relaciones, las escenas más fuertes provienen de la amistad
entre Gabriel y Adrian. Este se cierra a la gente, pero se abre con su amigo.
Gabriel admira a Adrian y está un poco intimidado por él. Lo que la amistad de
Adrian significa para Gabriel, y cómo su muerte lo afecta es uno de los puntos
focales de la película y su arco narrativo más sucinto. Cuando un libro de
Adrian es criticado por carecer de enfoque, este pregunta si las historias que
escribe realmente dicen algo sobre el mundo. La película de Assayas funciona
como el libro de Adrian lo hace. Fuera de los momentos de exposición
necesaria, los personajes no parecen conducidos por un guion, y hay poca trama;
tiene algunas historias, pero fuera de la enfermedad de Adrian, ocurren pocos
eventos. Assayas simplemente captura a personas que viven en un momento
específico a medida que avanzan hacia una nueva época, impulsada por la ausencia
de Adrian. El francés señala cuánto tiempo ha pasado entre cada segmento. El
tiempo futuro y la forma en que las personas se adaptan al cambio es un
elemento importante en Fin août, début septembre. Este es un
momento en el que el destino de las conexiones antiguas y nuevas están en juego
o un momento en la que las carreras están en el limbo y la muerte los ha
impactado a todos Sin sentimentalismos, la película trata acerca del tiempo, el
cambio, las relaciones, las conexiones, las perspectivas y la mortalidad de una
manera veraz. Quizás el film nos pueda parecer modesto, pero tiene mucho que
decir sobre las amistades y los cambios que atraviesan con el paso del tiempo.
La BSO de Ali Farka Touré se usa con moderación, pero en todos los lugares y
momentos correctos. Todo el elenco es estelar y vale la pena ver la película
solo por las actuaciones. Assayas ha creado una propuesta tranquila y sin
pretensiones que dice mucha verdad sobre las conexiones humanas y las
perspectivas que le atribuimos. Como el título sugiere suavemente, y casi todo
en esta puesta en escena Assayas lo hace de esta forma, la temática es el
momento en la vida en que la juventud de repente e inexplicablemente cambia
hacia algo así como los primeros pasos reacios de la mediana edad, donde un
trabajo bien remunerado ya no parece tan importante, y la mortalidad es el
invitado en la fiesta que no se irá a una hora decente. Assayas tiene una
sensación sabia de la forma en cómo son los asuntos prácticos, incluso aquellas
cuestiones mundanas, es decir, una forma de dar contexto y definir nuestras
vidas. Buen film del francés.





























































Nuri Bilge Ceylan, nacido en Estambul,
en enero de 1959, es un fotógrafo, actor, guionista y director de cine turco. Se
trenzó en una conflictiva relación con su terruño debido a una infancia
adversa, hacinado dentro de una habitación multifamiliar. Su amor por la
fotografía orientó sus comienzos, y lo llevó a luchar contra lo inefable para
descubrir quién era, y qué estaba en capacidad de desarrollar para ir hacia
adelante. Viajó a Londres, donde residió y pasó por numerosos empleos. En sus
ratos de descanso pasaba las horas en la abundancia de la filmoteca londinense
donde descubrió films de quienes acabarían siendo sus cineastas predilectos.
Sus anhelos se reflejaban en la pericia de maestros como Fassbinder, Ozu,
Bergman, Bresson, Antonioni o Kiarostami. Allí es donde concibió su futuro como
cineasta. Luego, en Nepal, en la placidez de un templo budista extraviado entre
montañas, Ceylan comenzó a entretejer la esencia de su cosmovisión, que en lo
sucesivo inmortalizarían todas sus películas, como espejo de una pasión sin
límites por la naturaleza. Decidió volver a Turquía para demostrar su apetencia
por el cine. Estudió en la Universidad Mima Sinav de Estambul. Logro
aprender de la autosuficiencia, el arte de la supervivencia, y a filmar
películas de escasos presupuestos. Llamó la atención de la crítica turca,
con sus primeras películas, un corto titulado Koza, 1995,
donde en 20 minutos bosqueja la intolerancia y el egoísmo de dos ancianos que
se hartaron uno del otro y prefirieron separarse. Un día, se encuentran
casualmente y toman la decisión de regresar. Es ahí cuando van a redescubrir
que son seres antagónicos y que la supervivencia junta es imposible. De alguna
manera Ceylan va a fijarse en lo distorsionada de la psicología del hombre. En
1997, realiza su ópera prima, Kasaba, en donde la acción
transcurre en un tranquilo pueblo rural de Turquía, en el cual las cosas
suceden sin complicaciones, ya sea en las calles, en las casas o en el campo.
Un criterio de normalidad pura y pasividad es imprescindible para que el joven
cineasta se acostumbre a un aire limpio, una brisa fresca, bellos paisajes
etc., en donde va a primar su dominio de la fotografía. En este escenario somos
testigos de cómo una familia común hace su vida durante un día y un poco más, a
través de la mirada de los padres, abuelos y principalmente de los niños. El
hecho es que todos poseen una visión que aportar. En 1999, ya con
algún peso filmico, Ceylan crea su segundo largometraje: Mayis
sikintisi o Clouds of May. El turco se
revela como un director de gran sensibilidad y preocupado por aquellas
cuestiones esenciales del cine, donde se planteará: ¿¿Cómo atrapar lo
real?? ¿¿Cómo rodar un paisaje?? ¿¿Cómo transmitir al espectador ese
sentimiento de movimiento en el espacio temporal presente?? Estas
preocupaciones se hacen tangibles por el hecho que la excusa argumental que
tiene el film es la de un cineasta que vuelve a su pueblo natal, para realizar
una cinta protagonizada por sus propios padres, gente campesina que le ha
dedicado toda su vida a la tierra en la que viven. Si bien es cierto que la
sombra del cine de Abbas Kiarostami se hace evidente, la delicadeza extrema de
Ceylan permite acceder a una experiencia particular, en donde se conjugan una
rara comunión entre la cámara, los personajes y el paisaje que los contiene.
Por lo tanto, ya en ambos largometrajes se rastrean algunas de las constantes
estéticas de su marca y estilo, los ejes cardinales del realismo artificial que
observa el mundo familiar, la inmediatez del contexto social, sentimental y
geográfico, con los ojos de un fotógrafo que profundiza en los estados de ánimo
de un impresionista de la imagen en movimiento, con una singular percepción
visual de lo geológico, de la variedad cromática que conforman el medio natural
y sus satélites. Las limitaciones presupuestarias también definen el carácter,
la implicación autobiográfica e inevitable del artista con sus películas, que
reducen la nómina de trabajo a pocos profesionales. Ceylan escribe, produce,
dirige, fotografía y edita todas sus películas por necesidades de producción y
por principios, aquellos del cineasta todista -quizás el yerro más
frecuente de su filmografía inicial- es decir, el artista en control
ético y estético de su obra. Sin embargo, no fue hasta el año 2002, que el realizador
turco lograría entrar en la órbita del gran cine internacional a través de Uzak,
que hoy comentaremos, un compendio de todas sus obsesiones narrativas. En un
espectro intimista, Ceylan filmó su siguiente película: Iklimler o
Climates, que protagonizan él mismo junto a su esposa Ebru. Ceylan se
inicia en 2006, en el universo de filmar dentro de la alta definición digital.
Esta vez se decanta por un ritmo lento, largos planos secuencia sin mover la
cámara, y composiciones que buscan sembrar un algo más allá de lo que se está
contando. Puede parecer que no suceda mucho en el film, pero por dentro de los
personajes la procesión arde y chilla. Muchas veces es más importante
lo que se calla que lo que se dice. En alrededor de 110 planos, y
apoyándose en la simplicidad técnica, se adentra en las almas de los personajes
que retrata con perversidad, para descubrir la complejidad de la psicología, y
poner en detalle que las razones que causan la felicidad y su contraparte son
siempre las más simples. Los planos largos y estáticos van a inmortalizar la
desazón de una relación de pareja consumida y extinguida al calor de las
texturas estacionales de un ciclo climático. La comunicación entre estado de
ánimo y paisaje alcanza con Uzak un punto de inflexión.
En la cinta, Ceylan va a conciliar sus exigencias como artista cinematográfico
con aquellas otras propias del artista fotográfico. La imagen se perfila densa
y sus texturas se experimentan tangibles. La plasmación física y nítida del
paso del tiempo conquista la excelencia fotográfica. El sibaritismo en los encuadres
roza lo sublime. Luego de rodar Uc Maymun o Three Monkeys,
2008, que repasaremos, Ceylan filmaría en 2011, Bir zamanlar
Anadolu'da u Once Upon a Time in Anatolia, cinta que
obtiene el Gran Premio del Jurado en Cannes, su film Kis
uykusu o Winter Sleep, en 2014, con el cual Ceylan logró
el máximo galardón de su filmografía: la Palma de Oro de Cannes,
el FIPRESCI, además del premio europeo EFA a Mejor película. Con Three
Monkeys, Ceylan logra el galardón a Mejor director en el Festival
de Cannes. En Occidente, estamos familiarizados con “La
leyenda de los tres monos sabios”, uno que no ve, uno que no oye y el
otro que no habla. Asociamos este cuento con la idea que en ocasiones es mejor
no ver, no escuchar o no hablar, en función de evitar conflictos. En China, de
donde proceden estos personajes, su significado no es el mismo. Si bien la
leyenda es de origen chino, se hizo más popular a partir del siglo VIII en
Japón, donde se les ha consagrado en el Templo de Toshogu, en la ciudad de
Nikko. Sus nombres son Kikazaru, el mono que no oye, Iwazaru,
el mono que no habla, y Mizaru, el mono que no ve. Según el mito,
los monos fueron enviados a la tierra por los dioses para que delatasen las
malas acciones de los hombres. Se dice, que como suelen hacer los dioses en su
incomprensible comportamiento, dotaron a los monos de una curiosa
condición: cada uno de ellos tendría un defecto y dos virtudes. En
el caso de Kikazaru, el mono que no oye, su misión era la de usar la vista para
observar las malas acciones de los hombres, y se las transmitía mediante la voz
a Mizaru. Este, el mono que no ve, no necesitaba la vista porque su tarea era
la de transmitir los mensajes entre Kikazaru e Iwazaru. Este, el mono que no
habla, era el que escuchaba el mensaje de sus compañeros, y decidía el castigo
que los dioses usarían con los malvados. También hay otras versiones: una cuyo
significado puede ser que, para permanecer limpios de espíritu es necesario que
nos neguemos a escuchar las maldades que no queremos ver y menos
pronunciar. El cineasta turco hace suya esta leyenda y con algún cambio menor
la coloca en pantalla para que podamos observar el devenir de aquella gente que
no quiere ni hablar, ni escuchar, ni mirar los hechos que suceden en un determinado
contexto. No abundan aquellos cineastas que logren expresar muchas cosas a
través de mínimas palabras. En Three Monkeys casi no
hay diálogos, sólo un ramillete de frases frugales, las necesarias para que se
justifique el guion. Todo lo demás, lo compone Ceylan a través de imágenes que
retrata en su fotografiar, una notable dirección de actores, sus estudiados
planos fijos, encuadres que asombran, expresivos silencios y gestos
sugerentes. Hay que decir lo justo, observar lo justo y callarlo todo. Lo
superfluo no tiene lugar de encaje en este film de Ceylan, quien se va adentrar
en la mente de cada una de sus criaturas, y así explorar la complejidad del
alma humana. El turco nos cuenta la historia de una familia de tres miembros,
en la que el padre, chofer y hombre de confianza de un reconocido político en
plena campaña, acepta una suma importante de dinero a cambio de declararse
culpable por la muerte de un hombre arrollado por su jefe en un accidente
automovilístico, escena con la que Ceylan abre el film. Al acceder a la
petición, su esposa e hijo adolescente seguirán cobrando su sueldo más un plus por
el favor concedido. Ceylan maneja las elipsis con prudencia. Mientras está en
la cárcel, una enojosa situación sacará a la luz viejas contradicciones que
harán resquebrajar las relaciones entre ellos, y sus planes se derrumbaran.
Pero, ante la perspectiva del fracaso económico y personal, la familia prefiere
ignorar la realidad actuando como los tres monos de la leyenda, se cubren los
oídos, los ojos y la boca: no ver, no oír y no decir nada, para
protegerse cada cual del propio sufrimiento y evitar la realidad. Ceylan
confecciona un film intenso y atiborrado de emociones fuertes. No existe cabida
para escenas descriptivas. El plot va a anclar en los personajes, bosquejándose
con maestría el vínculo y su frío evolucionar. Las relaciones familiares -como
espejos de la vida social- ya habían sido tratadas por Ceylan, pero
acá nos muestra madurez, un crecimiento egregio de cómo amalgamar las tres
posturas de una familia que opta por esconderse uno del otro, la utilización
técnica casi perfecta para lograr una bella armonía visual, a pesar que aún su
equipo de trabajo era artesanal. El turco hace que la atmósfera y la
ambientación de muchas de las escenas dejen entrever sutilmente situaciones
cotidianas de un país con identidad propia, como las discordancias entre un
estado laico y el islamismo, la persecución del pueblo kurdo o la presencia
constante de los militares en el día a día en un estado de excepción habitual,
que se corresponde a modo de metáfora -en el comportamiento de los
personajes- el pulso lento del film, la fotografía sombría, el escaso
estetismo visual, y el desenlace fatídico de una vida familiar caótica, sin
respuestas, presente en casi toda su filmografía. En Three Monkeys el
sexo busca unirse al exabrupto, pero Ceylan lo deja fuera de campo. Mientras el
jefe de familia está preso, el hijo no cumple con sus promesas estudiantiles, y
la mujer se enamora del jefe del marido. Le va a suplicar amor, y al ser
rechazada, sufre ante la negativa, quedando maltrecha. El engaño se pronuncia y
produce, pero fracasa. Las inflexiones mutantes del largometraje se manifiestan
en la experimentación que hace Ceylan usando una melodía a través del jugueteo
de los colores, enlazando dos escenas: del B/N se transmuta al sepia
para finalmente pasar al color. Hay un clima febril y
absorbente de ensueño. Lo que en principio parecería ser un film policial termina
derivando en un drama político y ético. El accionar de los personajes vuelve a
ser impulsivo. La ciudad, se presenta como una trampa, un lugar inhabitable en
el que sólo se puede sobrevivir. La inclusión de los monos en el título la
conecta con los otros animales que habitan el cine del director, es decir, la
tortuga que lucha contra su propio cuerpo en Kasaba, el
ratón que trata de zafar del pegamento adherido a sus patas en Uzak,
y el caballo que se resiste a ser domado en Winter Sleep.
Esa conducta instintiva es la que iguala a los hombres con los animales en las
historias de Ceylan. Los “tres monos” de la película refieren
a esa familia agrietada que, a su modo, entre crímenes y tormentas, entre
anuncios de tragedia y maltratos, resisten y se cuidan mutuamente de la amenaza
invisible, aunque constante que supone la vida urbana. La tierra, esa que
siempre se adivina detrás, oculta entre nubarrones y montañas, aquí está más
lejana que nunca y no se la extraña ni se la añora. En 2018, Ceylan realiza Ahlat
Agaci o The Wild Pear Tree, que observaremos próximamente
para finalmente rodar Kuru Otlar Üstüne o About Dry Grasses,
2023, que esperamos conseguir. Pues bien, la cinematografía del cineasta turco
se compone alrededor de sus propias memorias, así como del calmo estruendo de
sus recuerdos. Son imágenes que se proyectan como envolviendo las remembranzas
cuando asomó como un viajero, un ente trashumante, titubeante, en reiterado
conflicto con su propio ego, errabundo, observador de cientos de amaneceres y
de ocasos, labrado como ser humano y artista dentro del contemplar reflexivo,
en la lectura espiritual de la evolución estacional de la naturaleza. Del
cineasta turco brota un cine de raigambre humanista, que no elucubra sobre la
utopía de un hombre como eje del universo, opresor de su contexto,
testamentario sobre las tribulaciones existenciales de un ser inane sacudido
por la virulencia de la mutación, facción a la que nunca podrá adaptarse. El cambio
emerge en las películas de Ceylan desde fuera hacia dentro, y no al revés,
porque se refiere a la metamorfosis del día en noche, del otoño en primavera,
de la luz en oscuridad. Sus personajes, varados en el desvelo, miran
impertérritos y lejanos la conversión climática y social del paisaje propio y
ajeno, hundidos en la impotencia del desencanto, en la brumosidad del fracaso,
en la agenesia de la misantropía, de aquella enajenación que los va
consumiendo. Ceylan hace que sus criaturas deban de trascender la acinesia,
inmovilidad que hace contrastar violentamente con la mutación del horizonte,
con la voluble disposición al cambio del entorno. Esa vívida desazón, esa
paradoja entre la parálisis del alma y la ubérrima muda del paisaje, que
funciona como una proyección idealizada, metafórica, antitética e imposible de
una patidifusa vida interior, es aquella arteria por la que bombea toda esa
entrañable poesía que se fijan en sus estilizadas fotografías en movimiento.
Nuri Bilge Ceylan, es sin duda, el más detallista, complejo y fascinante de los
cineastas europeos que engendran enseñanza desde la desgracia y lo mísero del
comportamiento humano.
En Uzak o Distant,
un drama de silencios y contemplaciones donde la vida actúa, los personajes
observan sus existencias, y nosotros a ellos en la vida cotidiana. Un joven,
deja su pueblo en Turquía para dirigirse a Estambul, la gran ciudad turca a
orillas del estrecho del Bósforo, en busca de trabajo. Se dirige a la casa de
un pariente divorciado y solitario, un fotógrafo, quien ha logrado triunfar en
su oficio. Las tomas de Estambul en un invierno neblinoso son muy buenas; como
también lo son aquellas imágenes desde una colina donde se divisa la Basílica
de Santa Sofía. Una historia intimista nos muestra la vida y la relación de
estos dos hombres, en un ejercicio muy de Ceylan, donde incluso la vivienda del
fotógrafo es la propia casa del director, guionista y productor, siendo personajes
su propia madre y hermana. De manera colateral, es su película más política, la
que mejor refleja su percepción de aquel presente turco del nuevo siglo, de la
realidad nacional de ese “ahora”, el de su país, uno que se
debate entre luces y sombras. Quizás no hay mucha historia que contar en este
film de Nuri Bilge Ceylan, quien solo se dedica a observar las pequeñas
diferencias entre un fotógrafo pasivo-agresivo y el primo al que le abre su hogar.
Toda la cinta está unida a partir de una colección de planos generales que
enfatizan la distancia emocional y expansiva entre esta extraña pareja. La estrategia
filmica, absolutamente deliberada, se posiciona en el límite de lo extenuante,
pero funciona en gran medida porque es engañosamente sencilla. A través de esta
estética sin pretensiones, Ceylan nos invita a observar sin adulterar los
pequeños dramas que incitan la obsesión compulsiva de sus personajes principales.
Si no sucede demasiado en la película, ese es más o menos el punto. Mahmut -Muzaffer
Özdemir- quien alguna vez aspiró a ser un cineasta con delirios de ser el
próximo Tarkovski, pasa la mayor parte del tiempo estresado, deprimido y
mirando la TV, mientras la parte más divertida de la cinta nos muestra al
artista tratando de aburrir a su primo para que pueda seguir viendo pornografía.
Como Yusuf -Mehmet Emin Toprak- no puede encontrar trabajo en los
muelles, se dedica a acechar a una mujer del lugar. Debido a que la gran
colección de libros de Mahmut implica con sutil belleza su espíritu
introspectivo, es una pena que Ceylan se enamore de metáforas obvias, aquí, un
ratón y un soldado de juguete que dispara. De manera más evocadora, el cineasta
nos obliga a recopilar tanto como sea posible sobre la vida de estos hombres
utilizando la expansión del marco de la película, y los fragmentos informativos
que nos brinda a través de charlas telefónicas unidireccionales, mensajes de
contestador automático, y la reunión rápida de Mahmut con su exesposa. Es un
enfoque calculado, pero asegura que Uzak se meta y permanezca
debajo de nuestro interés. En la parte técnica del video, aunque los negros son
sólidos y la impresión es limpia, la visualidad de la imagen general es bastante
suave El audio del Blu Ray es fuerte, pero la película no es ruidosa, aunque la
pista Dolby Digital 5.1 muestra su fuerza cada vez que Ceylan demora la llegada
de los barcos a los puertos o aquel pequeño artefacto ruidoso que cuelga fuera
del departamento de Mahmut. No es una simple coincidencia que los dos
protagonistas, tanto Muzaffer Özdemir como Emin Toprak, hayan empatado en la consecución
del Gran Premio del Jurado a Mejor actor en el Festival de Cannes de
2003. Para terminar, Uzak o Distant está bien
filmado con una fotografía inmejorable del propio cineasta. El diseño sonoro
también luce interesante, con sonidos que normalmente se empujarían hacia atrás
y tomarían el centro del escenario mientras las imágenes hacen su trabajo. Las
actuaciones de los dos personajes principales son lo mejor del film por su
complementariedad, aunque se siente que carecen de un poco de dirección. El
relato no parece lograr realmente un tipo de sustancia sólida para darle algo más
de vida a la trama. Aun así, se percibe un esfuerzo digno y vale la pena darse
un tiempo para observar el film. Recomendable.

































































Wong Kar-Wai nació en julio de 1958, en Shanghái,
China. El director de cine hongkonés es reconocido por sus films visualmente
estilizados. Tras darse a conocer internacionalmente con el melodrama Fa
yeung nin wah, 2000, hoy ya es una figura legendaria de la
cinematografía asiática por imponer una narrativa en donde el gusto fetichista
por la ornamentación se entremezcla con sentires confusos. Wong se instaló con
solo cinco años junto a su familia en Hong Kong, en 1963. Tras formarse
en Artes Gráficas y Fotografía, hace sus primeras prácticas como
ayudante de realización para la TV antes de dirigir su primer film en
1988: Wong gok ka moon. El declive de las películas sobre
las Artes Marciales, acelerado por la fuga de talentos, y tras la resurrección
de la Colonia China, en 1997, le permite construir una obra innovadora debido a
su virtuosismo. A partir de Ah fei zing zyun, 1990, Wong Kar-Wai
comienza a trabajar con su jefe de operaciones Christopher Doyle, responsable
junto a William Chang, encargado de la dirección de arte y el montaje de
aquellos singulares universos visuales de sus largometrajes. Mas que sus
thrillers urbanos como Chung Hing sam lam o Chungking
Express, 1994, que comentaremos, excesivos en estilismo, algo faltos de
sustancia, cabe resaltar su inclinación por el romance vivo y sensible, gracias
a personajes obsesionados por el pasar del tiempo y aquella reminiscencia de
los amores perdidos, donde el hecho de amar se aturulla con los recuerdos. La
forma utilizada para poder asociar el videoclip y la fotonovela, que confronta con
el vestuario como arma de seducción y expresividad de la belleza, alcanza un nivel
excepcional a través de Fa yeung nin wah o In
the Mood for Love. Famoso por sus rodajes interminables, sin guion
previo, nos entrega siempre historias adictivas. La quintaesencia de su arte, una
polifonía enamoradiza de la descomposición del espacio-tiempo a partir de recuerdos
llenos de seducción, hace del hombre/mujer sus más hermosos envoltorios
convirtiéndose en un director distinto, amo y señor de la plasticidad. My
Blueberry Nights, 2007, es una bella, reflexiva, sublime, imponente y
grandiosa puesta en escena sumada a una edición mágica, y una música que le
agrega mayor melancolía al sentir. Kar-Wai destila magnetismo y fantasía en su
debut en los EEUU. Quizás no logre repetir aquellas sensaciones apoteósicas ni
arrebatadoras de sus mejores realizaciones, pero impone una estética delicada,
una poética narrativa acerca de una visualidad insólita, hipnótica y
nostálgica. Quizás sea una revisión pulcra de lo mejor de aquella nueva
ola francesa de los años 60. Una película desarrollada en lugares
sencillos y rutinarios, como una cafetería, un bar o una mesa de apostadores,
pero que envueltos con un toque de imaginación sutil retrata a sus personajes
con afabilidad, haciéndolos vulnerables, como aquellos adornos frágiles hechos
de cristal. Los hombres de esta cinta no son más fuertes ni resistentes que las
mujeres, lo cual le suma un irrebatible encanto, una dosis de paridad tan poco
acostumbrada y ausente en el drama romántico norteamericano. My
Blueberry Nights es una película que sintetiza y refleja la
madurez de Wong Kar-Wai en la integración de todos aquellos elementos
cinematográficos expresados con un sello poético/visual, y de una estética
prodigiosa. La masterpiece del nacido en Shanghái ha sido In the
Mood for Love, 2000, quizás una de las historias de amor más tristes y
bellas que nos ha brindado el cine asiático. La misma está dotada de una
perfección formal inimaginable del cine romántico. A través de este film,
Kar-Wai se convierte en una figura emblemática, un pionero en plasmar un estilo
fetichista donde la acción suntuosa logra desviar sentires confusos de
obsesionados personajes con el transcurrir del tiempo, del espacio y la
evocación de amores perdidos, ya que el acto intrínseco de amar se embrolla con
recuerdos imposibles de borrar. In the Mood for Love tiene
entre sus muchos aciertos, la peculiaridad de asociar el estribillo de una
melodía envuelta en la escena de la remembranza, inclusive llegando a disponer
una herramienta descriptiva a la vestimenta un agente de expresión de la
estética como síntesis de la belleza. Kar-Wai dibuja un homenaje impoluto al
floreciente costumbrismo de aquel melodrama cantones de los 60, 2046,
2004, un film considerado como claro reflejo de su arte, una sinfonía que
descansa en el enamoramiento ligado a la alteración del tiempo, partiendo de un
seductor irremediable como Tony Leung, que busca a la mujer de su vida a través
de todas las féminas que va conociendo y cautivando, pero que no mide el dolor que
les causa, y en el que él mismo se ahoga. Kar-Wai no especula con una
dramaturgia contenida y posiciona a 2046 como un
largometraje al borde del enredo, de la hipnosis, de lo estrambótico, del
núcleo mismo de la poesía, de los límites del sueño y la imaginación. El film
está inspirado en lo obsesivo del amor, ya que su narrativa la realiza a partir
de la memoria, pero no de la que sucedió, sino de la que podría pasar, y que se
define más por la especulación fantasiosa que por la experiencia racional. Es
como darle cabida a un territorio inexplorado, un lugar común de recuerdos
añorados, un presente insólito y un futuro infecundo cuyo único destino se
vislumbra retrotrayendo las despiadadas reminiscencias de un amor imposible de
coludirse con el “borrón y cuenta nueva”. Una excepcional
película, aunque difícil de asimilar si es que no se observa In the
Mood for Love. Lo que se invoca en la última historia llevada a la
pantalla por el cineasta chino: Yut doi jung si o The
Grandmaster, 2013, conforma una serie de simbolismos autóctonos que se
vinculan con la época de oro de las Artes Marciales Chinas inmersas en los
vestigios de un amor frustrado, el inmenso cariño familiar y un exilio forzoso
cuando el ejército japonés arrasaba con todo para quedarse en China 13 años.
Desde que vemos los créditos, afinados por melodías melancólicas, un estilo
inconfundible se hace presente, cautivador y doloroso. Todo está concebido con
una artesanía visual bellísima desde los colores más solemnes hasta los más
iconoclastas, disimulados con una humareda negra que se va desplazando sobre
ellos, pero que deja reaparecer moviendo continente y contenido. Luego, una
lluvia prodigiosa que cae sobre el espacio de una vivienda barroca donde un
sujeto de sombrero blanco utiliza el concepto ornamental del Kung Fu con
destreza para aniquilar a través de la elegancia de sus movimientos a más de 20
luchadores expertos, que buscan atacarlo. El arte de la defensa surge
como un obús salvador. El sujeto del sombrero utiliza la fuerza de los
demás para derrotarlos. Es la historia de una vieja técnica de aledaños
fronterizos que ha sabido aquilatar, y la pone en práctica con el objetivo de
encontrar su propia paz, y negar la violencia. La estética del golpe seco, sea
con mano abierta, puño o pierna son utilizados con impactos de precisión
milimétrica, que no soportan los cuerpos enemigos. La intensidad de la lluvia
se rinde ante tamaño despliegue de plasticidad física. Resulta deslumbrante
cuando circula sinuosamente de un tono a otro el conjunto, cuando salta
registros y transforma una conversación indecisa sobre la situación de los
clanes en el preludio de un desgarro sentimental, o cuando es capaz de
sorprender con esa historia de amor oculta entre los recovecos o pliegues de
una semblanza de lucha, y viceversa, convirtiéndose en un laberinto. El
cineasta consigue en imágenes transmitirnos que es capaz de sentir esa amarga
sensación del exilio de generaciones pasadas, y cómo lucharon los chinos del
Norte y del Sur, sean políticos, artistas, intelectuales, empresarios, y el
mismo pueblo de diferentes clases sociales, para adaptarse al sacrificio al
mismo tiempo que intentaban preservar su vida anterior. Ah fei zing zyun o Days
of Being Wild, 1990, representa fidedignamente los años 60 en el Hong
Kong de aquellos amores perdidos. Los náufragos de esta trama no encuentran su
lugar porque la felicidad es fugaz. Parte de culpa la tiene el actor Leslie
Cheung, ese pájaro sin patas que solo puede volar. Nunca tuvo madre y, ahora,
se siente incapaz de tener raíces, de querer a ninguna mujer. Es la frustración
lo que lo carcome, esa que se desata, principalmente, frente a su institutriz o
madre sustituta, una veterana meretriz, interpretada por Rebecca Pan, quien le
rompe el corazón, primero, a la estupenda Maggie Cheung y, después, a la
temperamental Carina Lau. Aquella, devota del olvido, es el mejor personaje del
film. Destila melancolía en cada una de sus palabras, especialmente cuando las
intercambia con el solitario policía, Andy Lau. Más que días salvajes,
exceptuando la violenta escena en Filipinas, Wong Kar-Wai hilvana una historia
de días miserables. La música nunca falla en sus películas. La incapacidad
de amar y ser amado es la principal nota de su composición. La lluvia no
arrecia, pero siempre está presente. Tiene ese punto triste, tan bien enmarcado
por la fotografía de Christopher Doyle. Con Ah fei zing zyun o Days
of Being Wild, 1990, las características del gangster de su ópera
prima Wong gok ka moon o As Tears Go By,
1988, pasaron a un segundo plano y la soledad del “corazón roto” se
instaló en la filmografía del cineasta. En aquel momento las cintas de
gangsters en Hong Kong estaban en su apogeo; en 1990, se estrenó un buen
film: Die xue jie tou o Bullet in the Head,
de John Woo. Luego de su primer éxito comercial, Kar-Wai tenía la confianza
suficiente para alejarse del género gansteril y hacer películas de acuerdo con
sus propios gustos. Comenzando con Days of Being Wild, se
convirtió verdaderamente en el maestro cinematográfico de los “corazones
partidos”. Al igual que As Tears Go By y otras
películas populares de Hong Kong, Days of Being Wild estuvo
repleta de glamorosas personalidades de los medios del lugar que se doblan como
estrellas de cine y artistas populares. Estos incluyeron a Leslie Cheung, Andy
Lau, Jacky Cheung -quien aparecería en nueve películas ese año,
incluido un papel protagónico en Bullet in the Head-
Maggie Cheung y Carina Lau. No se subestimó la dificultad de hacer películas en
la gran ciudad, una de las cuales era lidiar con los verdaderos gangsters de la
Tríada de Hong Kong, que tienen una participación poco saludable en la
producción cinematográfica china. La fotografía de Doyle fluye entre tomas
dinámicas de seguimiento de cerca creando una intensa intimidad que
proporcionará el ambiente dominante para la película. La historia es
esencialmente un examen visual e implacable del anhelo no correspondido, las
conexiones perdidas, la soledad, y aquellos eventos que se centran en la vida
de Yuddy -Leslie Cheung- un playboy egocéntrico que se
complace en manipular cruelmente a los demás. Pero, la película no trata tanto
de Yuddy como de todas las personas que lo rodean, y que creen que sus vidas
solo tienen sentido en su compañía. Yuddy simplemente brinda la ocasión para lo
que parece ser su inevitable destino de sufrimiento. Pues bien, Chungking
Express,1994 entrelaza dos historias de amor con un puesto de comida Midnight
Express en Hong Kong. En la película, el amor de cada personaje está
representado por el tipo de comida que ingiere. El uso de los alimentos como
metáfora del amor en Chungking Express destaca los aspectos
melancólicos del mismo: sabores genéricos que nunca se vuelven más dulces,
sustento en lugar de un sabor placentero y fechas de vencimiento estrictamente
impuestas. Won Kar-Wai se basa en la sumatoria de drama, comedia, misterio
y romance. La primera de las dos historias contiene elementos de cine negro y
thriller policiaco. La segunda es una atípica comedia romántica. Ambas tramas
son independientes, pero mantienen paralelismos y coincidencias. Comparten la
ambientación en el mismo barrio de Hong Kong, los coprotagonistas son policías
jóvenes y solitarios que parten de una ruptura amorosa, mientras los personajes
de apoyo son trabajadores normales y corrientes. Ambas historias coinciden
en exaltar la fuerza y la riqueza de la juventud, el pálpito del mundo moderno,
los valores jóvenes contemporáneos como la libertad, la autonomía, el sexo sin
tabús, la igualdad de géneros, el cosmopolitismo, la afición a la música
contemporánea, el amor no convencional, etc. Wong rinde homenaje a dos
películas de culto. Las gafas, la peluca rubia y la gabardina de Lin evocan la
figura de la actriz Barbara Stanwyck en Double Indemnity, 1944,
de Wilder, mientras el corte de cabello y la expresión corporal de Faye
recuerdan a la bella Jean Seberg en Al final de la escapada,
1960, de Godard. El humor se hace presente, sobre todo, en la segunda historia.
Se trata de un humor puro, sutil, ocurrente y divertido. La narrativa se apoya
en las imágenes más que en las palabras, en la forma más que en el fondo, pese
a que este ocupa un lugar relevante. El uso de la cámara en mano, la ingenuidad
de algunos efectos visuales, un rodaje apresurado, el peso de las tomas
directas en la calle, la variedad de voces con funciones de narrador como la voz
en off, voces interiores de los personajes, la superposición ocasional de
diálogos y otras particularidades, le confieren al largometraje un aire de
naturalidad, espontaneidad y verismo, que Wong Kar-Wai lo realza a través de un
trabajo imaginativo. El cineasta mira a Hong Kong con sumo cariño y admiración.
Nos la presenta como símbolo de aquel tiempo, y de la vida y sociedad modernas.
Vista a través de sus ojos, es una amalgama laberíntica de luces de neón,
anuncios y eslóganes, colores chillones, imágenes distorsionadas y superpoblación.
Sobre todo, la ve presionada por un tiempo que corre hacia el fin de una etapa,
de un milenio o de una era. Wong se sirve de símbolos para explicar y sugerir
observaciones más amplias que las que se consiguen con otros medios. Son
ejemplos: el paño mojado = la soledad, la inundación del departamento = la tristeza,
la fecha de caducidad = la amenaza, y otras: las cartas, los peces del acuario
y el nombre de California como símbolo de ambivalencia y de residencia
alternativa a Hong Kong. Ambas tramas nos hablan de amores, desamores,
rupturas, esperas, suerte, desolación, segundas oportunidades, soledades, etc. Wong
elogia la presencia del arte en el mundo, los espléndidos valores de ser joven,
la alegría de vivir, trabajar y relacionarse, y la cultura pop de finales del siglo
XX, hablándonos también de aquellas lacras modernas como el tráfico de drogas,
obsesiones, insomnio, etc. Cuando se inicia el film, el primer protagonista, el
policía número 223, He Zhiwu -Takeshi Kaneshiro- ha sido abandonado por
su novia, May -Bridgette Lin- y ha decidido esperar 30 días antes de
seguir adelante, comiendo cada día el contenido de una lata de piña que
caducará el trigésimo día, el 1 de mayo. Las latas de piña eran la comida
favorita de May y, por lo tanto, el 223 pasa ese mes consumiendo en sentido
figurado su amor por ella. Estas latas son una rara metáfora del amor, ya que
son artículos producidos en masa sin un valor estético real, ni unicidad en
absoluto, aparte de la fecha de caducidad impresa en ellos. Dado que cada
lata es idéntica, la comida y, por extensión, el amor, se reduce a una
mercancía ordinaria que se puede encontrar en cualquier tienda, dura un cierto
tiempo y no tiene otro fin que el sustento. A medida que se acerca la fecha
de vencimiento, las latas de piña se estropean hasta que el 30 de abril, el 223
no puede encontrar una lata de piña que venza el 1 de mayo, porque se ha
retirado de la tienda toda la comida vieja. Al ver el desperdicio, He Zhiwu se
queja con el propietario sobre cuánto esfuerzo se le dedica a fabricar latas con
piña, lo que llama la atención sobre cómo se desperdicia la comida en el mundo
moderno de producción en masa. Del mismo modo, el amor no dura para siempre, y
es un trabajo constante seguir creando nuevas instancias de él, solo para que
expiren a su debido tiempo. Exasperado, el dueño le da a He Zhiwu todas las
latas de piña caducadas, y así, el 1 de mayo, se da un atracón comiéndose todo
lo que hay dentro de las latas de piña vencidas, lo que le produce vómitos.
Así, el 223 se purga simbólicamente de la comida y el amor perdido en el que ha
estado tropezando. El vómito es lo que sucede cuando la lengua y la boca,
los órganos románticos del beso, encuentran comestible los alimentos, pero el
estómago, el núcleo físico del cuerpo humano, no está de acuerdo y la expulsa a
la fuerza. En Chungking Express, el simbolismo es que después
que un amor ha seguido su curso programado, el cuerpo elimina físicamente todos
los rastros de ese amor para preparar el espacio para el próximo. Después de
purgar su amor anterior, He Zhiwu está listo para comenzar otro. Durante los 30
días, el 223 no pudo encontrar una nueva novia, a pesar de llamar a viejos
conocidos desde el teléfono público del Midnight Express. Sin embargo,
después de purgarse de su amor anterior, decide brindarle su amor a la próxima
mujer que conoce. Dado que su amor anterior ha expirado junto con la piña, He
Zhiwu se enamora de otra mujer en un bar. Esta relación no se convierte en
pasional o de larga duración, ya que lo único que hacen es compartir una sola
comida juntos, y la mujer se va por la mañana. Esta segunda relación muestra
que uno debe buscar constantemente un nuevo amor, de la misma manera que las
fechas de vencimiento obligan a las personas a comer determinados alimentos en
ciertos momentos. La pasión y el romance del amor se sustituye por un consumo
mecánico y programado, como el ritual diario de comer el contenido de una lata
de piña. En Chungking Express, la comida, como metáfora del amor,
no es llamativa ni única, sino que está marcada con una fecha que les dice a
todos exactamente cuándo se echará a perder. Ingerir el mismo alimento después
de su fecha de caducidad enfermará, lo que sugiere una previsibilidad sobre
cómo las personas deben consumir su comida y su amor. Otra metáfora es que la
presencia de la comida en el film muestra que ningún romance puede durar para
siempre. El film plantea la cuestión de si existe superioridad romántica
hacia la comida hecha con cuidado, o si la superficialidad es toda una artimaña
para encubrir el hecho que toda comida es, en última instancia, un sustento. De
la misma manera, la película deja sin respuesta si alguna vez hay alguna
permanencia o significado para el amor, o si inevitablemente expira. La segunda
historia coloca a otro policía, el 663 -Tony Leung- quien va a tener relaciones
con una azafata de vuelo actuada por Valerie Chow, para la que compra cada día,
cuando ella pernocta en Hong Kong, una ensalada en el Midnight Express,
donde trabaja como camarera Faye -Faye Wong-. El 663 es depresivo,
reservado, de pocas palabras y necesita que le den las cosas hechas. Faye tiene
poco más de 20 años, y es una muchacha sencilla, hábil y soñadora. El policía
663 entra donde trabaja Faye y pide una ensalada. Ella la prepara mientras
baila California Dreamin’, 1965, del dueto The Mamas & the Papas,
su canción favorita. El evento ocurre de noche y Wong Kar-Wai lo presenta desde
la perspectiva de Faye, quien se fija en lo que busca el 663. Ella danza y
parece algo desinteresada. Sin embargo, la narrativa nos dice que se enamorará
de su cliente, dándole a la escena un significado diferente, como, por ejemplo,
afirma que le gusta la música a todo volumen porque “le impide pensar”.
El uso de la canción simboliza la occidentalización que Hong Kong ha tomado a
lo largo de décadas, mientras los protagonistas han crecido con influencias
culturales de Occidente, aunque también establece su doble naturaleza, que
perdura entre ingleses y chinos. Por último, en una secuencia de escenas
editadas en una sola, la cámara sigue a Faye a la casa del policía 663, donde
procede a hacer varias tareas. Ella no se detiene allí. Coloca pastillas para
dormir en el agua embotellada del 663 para evitar que salga por la noche,
revisa su billetera, examina su cama con una lupa para obtener marcas de otras
mujeres, e incluso cambia las etiquetas de sus latas con sardinas. La secuencia
es la más romántica de ambas historias, ejemplificando el amor no correspondido
que Faye siente por el policía 663, y los extremos que está dispuesta a
alcanzar para cuidarlo, aprender de él, y también tener un impacto en su vida
de cualquier manera, a pesar que él no tiene idea de lo que la muchacha siente.
Faye Wong luce adorable a través de su travesía, y mucho mejor en el punto
culminante de la película. La BSO de Frankie Chand y Roel A. García, ofrece una
partitura de jazz ligero, blues y pop occidental. Combina piano, viento, órgano
y cuerdas. La fotografía de Christopher Doyle y Lan Wai Keung, en color, juega
con la exposición, la velocidad y la sensibilidad del negativo. Crea
composiciones pictóricas de estética expresionista abstracta. En la segunda
historia aparecen las acostumbradas tomas largas del cineasta. Entretenido film
de Wong Kar-Wai. Recomendable.

































































Alfonso Cuarón nació en
noviembre de 1961, en el Distrito Federal, México. Desde chico anhelaba ser
director de cine o astronauta. Recibió su primera cámara a los 12 años, e
inmediatamente comenzó a filmar todo lo que vio, mostrándose sin vergüenza. A
veces le decía a su madre que iría a la casa de un amigo, cuando en realidad
iba al cine. Su ambición era conocer todos los teatros de la ciudad. Cerca de
su casa en el barrio Colonia Roma, había dos estudios: Estudios
Churubusco y Estudios 212. Después de terminar la escuela,
Cuarón decidió estudiar cine, pero no fue aceptado porque en ese momento no
estaban aceptando estudiantes menores de 18 años. Su madre no apoyó esa idea
del cine, por lo que estudió filosofía por la mañana y por la tarde fue al Centro
Universitario de Estudios Cinematográficos. Durante ese tiempo conoció a
muchas personas que luego se convertirían en colaboradores y amigos. Uno de
ellos fue Luis Estrada, luego Carlos Marcovich y el fotógrafo Emmanuel Lubezki.
Estrada dirigió un corto, en el que colaboraron Alfonso y Emmanuel. La película
fue hecha en inglés, lo que les disgustó a muchos maestros del CUEC. El
desacuerdo provocó que, en 1985, Alfonso fuera expulsado del Centro
Universitario. Cuarón siguió trabajando en un museo para poder ayudar en la
manutención de su familia. Un día, José Luis García Agraz y Fernando Cámara fueron
al museo y le hicieron una oferta. Trabajó para La víspera,
1982, cinta que iba a ser su salvación. Después de eso, fue asistente de
dirección en la película Nocaut, 1984, de García Agraz. En
víspera del Año Nuevo de 1985, decidió que no seguiría siendo asistente. Luego
de hacer un corto y un film para TV -que compartió con Memo del
Toro- buscó a su hermano Carlos, y comenzó a escribir lo que sería su
primer largometraje que también dirigió: Sólo con tu pareja,
1991. Fue financiada por el Instituto Mexicano de Cinematografía
(IMCINE), así como el Fondo de Fomento a la Calidad Cinematográfica.
A pesar de haber sido elegido, hubo mucha tensión entre Alfonso y los ejecutivos
de IMCINE. Sin embargo, después que la película fue terminada, fue
un gran éxito. En los premios Ariel logró ganar el galardón al Mejor
argumento, y Alfonso fue notado por los productores estadounidenses. Sydney
Pollack fue el primero en invitarlo a filmar en Hollywood. Él, propuso una
película para ser dirigida por Alfonso, pero el proyecto fue cancelado. Alfonso
se mudó a Los Angeles sin nada concreto, y se quedó con algunos amigos. Poco
tiempo después, Pollack lo llamó nuevamente para dirigir un episodio de la
serie de TV Fallen Angels, 1993, junto a: Steven Soderbergh, Tom
Hanks, Kiefer Sutherland, Jim McBride, Michael Lehmann, Tim Hunter, Jonathan
Kaplan, John Dahl y Peter Bogdanovich, que fue el primer
trabajo que tuvo en los EEUU. Después de un tiempo, y sin trabajos de dirección
reales, Alfonso quería dirigir algo ya que necesitaba dinero. Finalmente firmó
un contrato con la Warner Brothers para dirigir la película A
Little Princess, 1995, un drama infantil que no fue un éxito de
taquilla, pero que recibió dos nominaciones a los Oscars. Posteriormente,
recibió una oferta de la Twentieth Century Fox para dirigir la
adaptación del clásico Great Expectations, 1998, de Charles
Dickens, film que hoy comentaremos. La experiencia fue dolorosa y difícil para
él, principalmente porque nunca hubo un guion definitivo. Luego se reunió con
el productor Jorge Vergara, y fundó Anhelo y Moonson
Productions. La primera cinta de Anhelo fue la
película Y tu mamá también, 2001, junto a Maribel Verdú,
Gael García Bernal y Diego Luna, cinta que fue un gran éxito en México, los
EEUU, y gran parte de Latinoamérica. La Warner Brothers lo
contrató para que dirigiese Harry Potter and the Prisoner of Azkaban,
2004, quizás lo mejor que se produjo de la saga de Harry Potter. En 2006,
filmó Children of Men, una historia de corte futurista y
distópico. Alfonso nos muestra un futuro desalentador dónde las mujeres no son
fértiles, con una excepción. Las secuencias de acción son notables gracias al
estilo de Alfonso para rodarlas sin cortes, seguidas, e introducirnos en una
atmósfera agobiante. En 2013, Alfonso dirigió la aventura espacial Gravity, con
la cual ganaría su primer Oscar a Mejor director, al margen de seis premios más
de la Academia. Alfonso logra exponer con propiedad la conexión entre varios
géneros como la ciencia dicción, el drama y el thriller, que los turna y mezcla
con justeza. El mexicano tiene una visión antagónica de lo estrictamente
convencional, y a través de una fusionada e impecable factura técnica -no
necesariamente con grandes efectos- y dos sencillas, aunque brillosas
actuaciones, más la de Sandra Bullock -está mejor que cuando ganó el
Oscar- y menor la de George Clooney, logran una adecuada trama acerca
del significado tanto de la redención como de la esperanza, dentro de un
contexto áspero y complicado. Y es ahí donde Alfonso logra diferenciarse de los
films que solamente se cuelgan de la utilización de efectos de gran alcance, de
esos que parecen agrandar la propia grandeza, y piensan que el trabajo ya está
hecho. No es así. Los recursos que utiliza el mexicano son tan legítimos y tan
bien aplicados, que uno se pregunta por qué la “estereoscopia” -técnica
que adopta información visual en tercera dimensión y/o crear la ilusión de
profundidad mediante un estereograma, o una imagen en 3D, que realmente es 4D,
ya que el manejo del tiempo es sin duda una cuarta dimensión-. Alfonso
acierta y nos enseña cómo se debe utilizar con prolijidad este recurso técnico,
y le saca provecho a la tercera dimensión. El personaje de la Bullock hace su
primera incursión en el espacio, mientras que Clooney, la última. Maestro y
aprendiz cazados por la misma trampa. Dos sentidos contrapuestos que Alfonso
implementa de manera única, jamás vistos. El mexicano no invade, no corta, se
va moviendo junto a sus dos personajes en lugar de mostrarnos sus acciones, y
es entonces que logramos percatarnos en el nudo en que nos ha metido. El
plano-secuencia inicial es el registro en primera persona de lo que les ocurre
a los astronautas atrapados en la nada. Otro acierto es el rediseño de la
narrativa del cine habitual de acción. Nos desacostumbra para acostumbrarnos a
ese amplificado relato del cine de acción de hoy en día. El azteca nos pone
frente a lo dinámico de las escenas, montadas en distintas posibilidades de
planos. Cuarón dibuja la acción sin cortes obvios y naturales tan acostumbrados
en el cine contemporáneo, condicionándonos a lugares pocos comunes, más
pasivos. Roma, 2018, es una enorme lección cinematográfica acerca
del cariño, la fraternidad y la repulsión. El guion le perteneció a Cuarón
quien se consolida como uno de los mejores autores de su generación. El
mexicano también se encarga del montaje, junto a Adam Gough, y una formidable
fotografía en B/N. La cinta se estrenó el 30 de agosto de 2018 en el Festival
Internacional de Venecia, logrando adjudicarse el León de Oro a
Mejor película. Lo primero que habría que anotar acerca de Roma,
es que Alfonso posiciona la “relevancia de género” como factor
unitario y genuino, no saliéndose del mismo nunca. Acá no cabe lugar para
ningún tipo de combinación que pueda someter el criterio del desarrollo de la
trama como sí cabe en la gran mayoría de películas que se hacen hoy en todas
partes del mundo. Me refiero al drama. El mexicano logra imponer el
discernimiento dramático desde que inicia hasta que termina la película. El guion
y toda la puesta en escena está implementada bajo esta rigurosidad conceptual
que Cuarón bendice con una sensibilidad aguda de “aquellas cosas de la vida
en familia”. Roma posee una belleza inusual en su
narrativa, la misma que evoluciona llevando al primerísimo lugar lo que
comúnmente se tiende a dejar en el fondo, es decir, pasar de una
notoria especificidad argumental al concepto de universalidad. No
hay lugar en el mundo que este drama en la vida de la criada de una familia de
clase media en la Ciudad de México a principios de los años setenta no sea adoptado
como un acontecimiento propio. Sucedió en mi niñez, y creo que en la de la
mayoría de los niños de aquella época. La trama está
autobiográficamente inspirada en la infancia del realizador quien recrea de
manera impresionista el barrio o la colonia Roma Sur del Distrito
Federal de la Ciudad de México. Alfonso se concentra en las “heridas
familiares que vivió”, más que en los cuatro niños, y en el complejo
comportar de los adultos que los rodean. Uno de los tres hermanos
hombres, Paco, el intermedio, parecería ser Alfonso, aunque este no le da mayor
importancia a lo que sugerimos, ni nombra apellidos. Solo hay nombres que
se van dando en un tiempo preciso de acuerdo con la intensidad con que van
creciendo los conflictos. Alfonso también glosa una de las historias más
violentas de México llamado el “halconazo” -día de la festividad de
Corpus Christi- el 10 de junio de 1971, atentado llevado a cabo por un
grupo paramilitar denominado “halcones”, cuando una
manifestación estudiantil en apoyo a los estudiantes de Monterrey en la Plaza
de Tlatelolco, fue reprimida con inesperada dureza y violencia -el
novio de Cloe, la nana, Fermín, un karateca inescrupuloso, es una
representación viva de un halcón-. El presidente mexicano Echeverría se
apartó de los hechos, jamás aclaró lo que había sucedido, y todo fue negado por
el oficialismo. Nadie se responsabilizó por la masacre, y nunca fue llevado a
la justicia. En realidad, este grupo gubernamental eran sujetos oprimidos
que golpearon y mataron a otros seres humillados como ellos. El grito de
batalla -se oye claramente en la película- es: “viva
el che Guevara”. Cuarón logra un baño de inmersión en algunas de las
imágenes en B/N más hermosas y mejor compuestas que se hayan visto en los
últimos 50 años, a través de una templada fotografía que él mismo elabora. Sin
duda, este es el trabajo de un cineasta que exhibe un control absoluto y
confiado en lo que está haciendo, aunque se puedan notar algunas cuestiones
improvisadas, pero que resultan eficientes. Cuarón toma una visión no
sentimental y desapasionada de los convulsivos problemas familiares que se
ubican en un contexto amplio de aquellas temáticas sociales y específicas de un
país como México. Es interesante resaltar la labor que en ese entonces y
hasta el día de hoy realiza la servidumbre en las viviendas de la gente que
puede tenerlas. La figura de la nana trasciende el mero trabajo de “hacer lo
que nadie puede o quiere” para convertirse en una parte sustantiva en el
quehacer familiar, ya que muchas veces reemplazan a los propios padres,
ganándose el cariño de los niños. Las brillantes y platinadas imágenes
monocromáticas reúnen momentos y experiencias que Cuarón logra recordar con
cristalina intensidad. Alfonso confía en el uso de tomas laterales lentas para
pasar de un evento a otro -aunque utiliza todo tipo de planos que guían
hacia donde se tienen que movilizar los actores- lo que crea el efecto
opuesto de aquellos cortes rápidos y tomas de reacción, produciéndose un
sentimiento acorde de continuidad argumental, indicativo de una experiencia
personal o grupal que conlleva a otra, o de todo lo que va sucediendo, es
decir, un establecimiento de multiplicidad de acciones buenas, regulares o
malas, alegres o tristes, etc., que finalmente conducirán a una mayor armonía
de la familia, a pesar de la ausencia paterna. El mexicano logra escenas
naturalistas como la del parto de Cleo, las cabezas disecadas de los perros que
vivieron en la finca que visita la familia en la Navidad, el temblor en el
hospital, el incendio, el desenlace, y el formidable travelling en la playa que
nos conduce al verdadero dolor de Cleo -“no quería que naciera”- al
mismo tiempo que salva a dos de los niños que se habían metido en el fondo
del océano, en ese hermoso abrazo cuasi final que decora
el póster principal del film. El sonido es deslumbrante, como todo el
engranaje técnico. Otro de los temas que Cuarón aborda no como un panfleto,
sino como un sinónimo de realidad, es cuando a medida que se va acercando el
nacimiento de la hija de Cleo -que finalmente nacerá muerta- Alfonso
vuelve a alejarse de la familia cuando la despistada joven intenta perseguir al
padre de la criatura hasta encontrarlo en una práctica paramilitar de los “halcones”,
y donde el delincuente la amenaza con matarla. Es clara la referencia a
la irresponsabilidad paternal cuando se abandona a una mujer embarazada a su
suerte. Es este el sentido vital que tiene la película que logra realizar
Alfonso Cuarón haciendo arte de lo estrictamente terrenal. Cinematográficamente,
el cineasta mexicano supo guardar lo mejor para el final, una excepcional
secuencia de tomas únicas acerca de la familia de vacaciones y aventurándose en
el océano, un disparo fílmico que avanza de un lado a otro entre la playa y el
poderoso oleaje, con el sol cerca del atardecer. Se podrían criticar algunas
cosas de la película, como la no individualización de los niños de la familia,
quienes siempre están ocupados haciendo esto o aquello, la mayoría de las veces
en grupo, y en movimiento, pero que sinceramente no afecta la narrativa
universalista y abisal de Cuarón. Finalmente, Roma no
se trata de una cinta sobre la infancia o el crecimiento, sino más bien de un
retrato de dos mujeres, Cleo y Sofía, cuyas vidas están repartidas y dominadas
por los cuatro niños. Quienes escribimos acerca de cine denominamos como
convencionalismos a aquellas disputas de “más de lo mismo” sea
el género que se toque. Esta vez Cuarón logra darle otra dimensionalidad
dramática a este término o aquellos como los famosos “lugares
comunes”. Cleo termina siendo una mujer inmensa, natural, emotiva,
convencida de hacer el bien, amar a los niños y aceptar las condiciones del
destino; aquella figura generalmente olvidada, pero que aquí ha sido recordada,
una decisión personal elogiable que toma y lleva adelante dignamente el
cineasta mexicano. Ella es la figura anónima, la sirvienta o la subordinada,
que surge como una figura a quien, por el bien del futuro, se le debe de
prestar atención. Cuarón se luce como un sutil hacedor, que tiene aquella capacidad
de otorgar cualidades que solo unos pocos en la historia del cine han podido
llevar a cabo. Se trata de dotar la pantalla grande de pura razón, sensibilidad
y lirismo, cualidades que el mexicano parece compartir junto a maestros como
Bergman, Angelopoulos o Tarkovski. Les recomiendo el documental Camino a
Roma, 2020, de Andrés Clariond y Gabriel Nuncio, donde Alfonso lo cuenta
todo acerca de Roma. Pues bien, dentro del canon de películas del
director mexicano pocos colocarían a Great Expectations en la
parte superior de su lista. Muchos probablemente hayan olvidado que incluso él hizo
la cinta. Hay muchos aspectos para admirar, aunque la música, la actuación de
Ethan Hawke subestimada y el uso del color verde trascienden. Más importante
aún, esta adaptación de la novela de Dickens es una película que sin darse
cuenta causó un reinicio creativo para el director luego de su decepcionante lanzamiento
y otros conflictos. En 2016, Alfonso se sentó a charlar en el Festival de
Cine de Tribeca y describió el film como fallido. Continuó diciendo que, el
guion no estaba bien situado allí. “Me puse arrogante en el sentido que podíamos
transmitir esto visualmente. Quizás pudimos lograr compensarlo de alguna manera”.
Entonces, aunque el equipo creativo detrás de la película no sentía que
estuvieran conectados con la historia y los personajes, se dispusieron a realizar
una postura artística que tuviera más peso específico en la atmósfera. Cuando
su labor no pudo satisfacerlos creativamente, Cuarón y Lubezki volvieron a la
mesa de trabajo. Para su siguiente colaboración, ambos recortaron las cosas e
hicieron la clásica película mexicana de viaje por carretera, Y tu mamá también,
2001, lo que puso al director de nuevo en la voluntad expectante de los
críticos y de quienes entregan premios. En Great Expectations, “esta
no es”, dice Finn, refiriéndose a la forma en que sucedió la historia, sino
cómo él la recuerda; así es como todos la cuentan, como les importa, es decir,
a través de sus propios ojos, reescritas por sus propias remembranzas, con
guiones audaces para las partes que más le duelen. La historia de Finnegan
Bell es la vida de un niño pobre que se enamora de una niña rica que ha sido
entrenada desde la infancia para romper los corazones de los hombres. Cuarón
cuenta en imágenes y lenguaje menos espeluznantes, pero con la misma sensación que
un niño inocente fue atraído a la guarida de dos mujeres peligrosas. Que estén
solitarias, tristes, pero buenas de corazón lo hace todo más agridulce. “Cómo
es no sentir nada”, le grita Finn a Estella después que ella lo abandona. Lógicamente,
si no puede sentir nada, esa es exactamente la pregunta que le es imposible contestar.
La historia fue trasladada por Alfonso Cuarón desde la Inglaterra victoriana de
Charles Dickens a una mansión neogótica en Florida, EEUU. Ethan Hawke hace de
Finn -Pip en la novela- y Gwyneth Paltrow como Estella, la bella sobrina
de una excéntrica millonaria, la Sra. Dinsmoor, papel que recae en la gran Anne
Bancroft. Sus caminos se cruzan en una de esas aguas secundarias de Florida que
han sido inmortalizadas por escritores como Elmore Leonard y John D. MacDonald,
lugar donde los condominios rastreros del Norte aún no han desalojado pequeñas
chozas de pesca y la enorme pila de mampostería del Great Expectations, que una
vez fue un espectáculo brillante, pero que ahora luce envuelto entre árboles y
enredaderas, y dirigida a la descomposición. Finn vive con su hermana Maggie -Kim
Dickens- y su hombre, Joe -Chris Cooper- quien lo cría después que
Maggie desaparece. Un día es visto por la Sra. Dinsmoor, quien lo invita a Great
Expectations para jugar con su sobrina. Los dos niños tienen entre 10 u 11 años.
Finn es un artista talentoso, y mientras dibuja a la joven, la veterana mujer
percibe que eventualmente se enamorará de la niña, y ve la oportunidad de
vengarse de los hombres. La referencia original de la Sra. Dinsmoor es la
señorita Havisham, de Dickens, uno de los personajes más coloridos y patéticos
del escritor, que fue dejada varada el día de su boda por un amante infiel.
Esta versión de Great Expectations nos ahorra la vista de su
pastel de bodas, cubierto de telarañas, pero, logra hacer que la Sra. Dinsmoor
sea triste y venenosa, y la actuación de Anne Bancroft notable, y a pesar del
extraño maquillaje de ojos, los cigarrillos, de la ropa extravagante y demás detalles,
es un ser humano, y no sin humor. Great Expectations o Paradiso Perduto y sus
habitantes nos recuerdan al buen documental Grey Gardens, 1975, de Ellen
Hovde, Albert Maysles, David Maysles y Muffie Meyer, una mansión en ruinas en
East Hampton con innumerables gatos, y que fue comprada en 1923 por Phelan y
Edith Bouvier Beale, tios de Jackie Kennedy. Tras una serie de sucesos, Edith,
convertida en cantante, fue desheredada y abandonada por su marido. En el
documental Edith madre tiene 80 años, y Edith hija 60. Después de vivir durante
décadas en secreta reclusión, unos diarios inician una investigación a
principios de los 70 que muestran el estado decadente de la vida de estas dos
mujeres casi pobres, que viven en una inmensa mansión destruida repleta de
basura y orines de sus 300 gatos. En 1972, Jackie crea un fondo para ayudar con
la limpieza del lugar, que las dos mujeres aceptan a regañadientes porque creen
que ella sólo quiere quedarse con la mansión. El documental muestra el estilo
de vida de estas dos artistas incomprendidas que abandonaron todo y que viven
en la ruina absoluta mientras cantan, se gritan, pegan saltos en el tiempo hacia
eventos que pasaron muchos años atrás, y que muestran altos grados de
arrepentimiento. En la adaptación de Cuarón existe la misma sensación de
desafío: si alguna vez fui joven, rico y hermoso, estas mujeres le dicen al
mundo, ¡¡mira lo que has hecho de mí!! Cuarón, cuya película anterior
fue A Little Princess, 1995, aporta un toque de realismo mágico
al escenario, con sauces llorones, cielos llenos de aves marinas y una escena
en la que Finn y Estella bailan al ritmo de la canción “Bésame mucho”,
mientras la Sra. Dinsmoor mira a través de sus ojos fríos. El tiempo pasa. Ambos
niños actores que interpretaban a Finn y Estella son reemplazados por Ethan Hawke
y la Paltrow, quienes se reencuentran en la mansión después de varios años, y
comparten un beso repentino en una fuente de agua, que se corta entre planos
retroiluminados de cámaras en movimiento para que parezca más orgiástico que las
escenas de sexo. Después de esta chispa romántica, Estella vuelve a bailar, y
la historia continúa algunos años después en New York, donde un misterioso
benefactor se ofrece a financiar la exposición pictórica de Finn en una
importante galería, y Estella vuelve a aparecer en escena, esta vez con un
desventurado prometido llamado Walter -Francis Dumaurier-. La version de
Alfonso comienza como una gran película -los primeros 30 minutos son
formidables- pero termina solo bien, ya que el guion de Mitch Glazer, sigue
demasiado la línea romántica. La primera adaptación, hecha en 1946, por David
Lean, es mejor por diversos motivos, y la última de Mike Newell, 2012, es más modesta
que la segunda. Dickens, que, por supuesto tenía más tiempo y espacio para
moverse, la convirtió en la historia de la mayoría de edad de un joven y los
coloridos personajes que encontró, desde el prisionero fugitivo de las escenas
iniciales, interpretado por Robert De Niro hasta el bueno, viejo y orgulloso
Joe. En el momento en que esta película se declara principalmente sobre asuntos
del corazón, limita su potencial. Sin embargo, el film es una traducción
exitosa del material base de un período y enfoque hacia otro. Especialmente en
las primeras escenas en Florida, donde estas nos van a parecer atemporales.
Hawke y la Paltrow proyectan ese estado de alerta inquieto de dos personas que
saben que se gustan y sospechan que se arrepentirán. Pero, la trama secundaria
que involucra al prisionero fugado realmente no vale la pena, ya que se siente
más como un hueso arrojado que como una necesidad de la trama, y no podemos estar
seguros que un buen artista pueda crear solo cuando está sincronizado con la
chica de sus sueños: algunos pintan mejor cuando tienen el corazón roto, y la
mayoría de los artistas pintan sin importar ni saber por qué tienen que
hacerlo. Great Expectations no termina al mismo nivel que arranca,
pero luce encantadora visualmente; ya que Lubezki utiliza la iluminación y la
retroiluminación como un verdadero pintor. Los personajes tienen más
profundidad y sentimiento de lo que podríamos esperar en lo que significa,
debajo de todo, una fantasía. Hay una gran alegría en una escena en la que Finn
saca a Estella de un restaurante y la invita a bailar, y tristeza más tarde
cuando se observa que las obsesiones de la Sra. Dinsmoor se han convertido en
las suyas. A pesar de lo que dijo Alfonso Cuarón, su versión de Great Expectations
es una agradable proposición filmica para disfrutarla.






































































Gus Van Sant nació en
julio de 1952, en Louisville, Kentucky. El cineasta ilustra el interés de la
meca hollywoodense contemporánea por las insólitas personalidades que proceden
del cine underground o indie. Desde pequeño, Gus se interesó por la pintura y también
por el cine, ya que rodaba cortos autobiográficos en Super 8 cuando iba a la
escuela. Dudaba entre ser cineasta o pintor, y se decantó por los lienzos,
aunque decidió en 1970 inscribirse en la Escuela de Diseño de Rhode Island,
donde compartió estudios con el músico escocés David Byrne, fundador de Talking
Heads. Sin embargo, cambió de parecer, y decidió que lo suyo era la
pantalla grande, tras recibir un curso de introducción impartido por directores
de vanguardia, como Jonas Mekas y Andy Warhol. Tras iniciarse a través del
cortometraje: The Happy Organ, 1971; Little Johnny, 1972; 1/2
of a Telephone Conversation, 1973; The Discipline of D.E., 1982; Switzerland,
1985; Five Ways to Kill Yourself, 1987 y Ken Death Gets Out of Jail,
1988, Van Sant logra realizar su primer largometraje en 16mm a través de sus
propios ahorros: Bad Night, 1985, film homosexual y militante
ambientado en Portland, y donde afronta el contrapunto de una vida establecida
y asegurada, donde solo se necesita el amor, y la vida marginal, en la que no
se es nadie, pero se posee libertad. Ha realizado buenos films: Drugstore
Cowboy, 1989; My Own Private Idaho, 1991; To Die
For, 1995, que comentaremos hoy; Good Will Hunting, 1997;
Finding Forrester, 2000; Elephant, 2003; Paranoid
Park, 2007, Milk, 2008, Restless, 2011; Promise
Land, 2012 y Don't Worry, He Won't Get Far on Foot, 2018,
que repasaremos, y donde trabaja junto a Joaquin Phoenix. Van Sant y el mejor
actor actualmente de Hollywood laboraron por primera vez en el proyecto
criminal satírico To Die For, donde la actuación de Phoenix se
vio eclipsada en una exhibición erótica y fascinante de Nicole Kidman. Durante
los últimos años, Van Sant se ha posado en títulos algo genéricos, mientras que
Phoenix se ha convertido en uno de los intérpretes esenciales del siglo XXI con
papeles en destacadas películas dirigidas por Paul Thomas Anderson, James Gray,
Spike Jonze, Lynne Ramsay, etc., y su formidable y oscarizada actuación en el
film Joker, 2019, de Todd Phillips. La segunda colaboración de
Van Sant y Phoenix, está basada en la autobiografía homónima del dibujante y
musico estadounidense John Micheal Callahan. El fallecido Robin Williams, quien
ganó un Oscar de la Academia al Mejor actor secundario trabajando con Van Sant
en Good Will Hunting, compró los derechos del libro de Callahan
con la intención de protagonizarlo, pero luego de su muerte, la producción
siguió tardía, aunque adelante con Phoenix en el papel de Callahan. La
adaptación de las memorias del caricaturista que hace Van Sant comienza con
Callahan, un tetrapléjico en silla de ruedas que crea dibujos de humor oscuro acerca
de temas tabú con solo un uso mínimo de sus manos. En la escena que abre la
cinta, John aparece en el escenario y presenta “An Evening with John Micheal
Callahan” frente a una audiencia comprometida brindando una charla sobre
sus experiencias. Van Sant corta y dirige la mira hacia antes del accidente que
lo dejó incapacitado para caminar. Seguimos a un John alcohólico y libertino, a
mediados de la década de los 70, donde, atormentado por el abandono de su madre
y una pésima relación con su padre, bebe y persigue mujeres. Una noche en Santa
Mónica, conoce a un facilitador, Dexter, quienes juntos visitan bares y fiestas
hasta emborracharse. Deciden ir a casa conduciendo Dexter un automóvil. Este, golpea
el carro de John contra un poste de luz a 90 millas por hora. Dexter se aleja
con algunos rasguños; John termina en el hospital bajo el cuidado de Annu una
terapeuta, con quien finalmente inicia un romance. Más tarde, recorriendo
Portland a toda velocidad en una silla de ruedas motorizada, John continúa su
autodestrucción con el consumo de alcohol, hasta que logra ver una versión
alucinada de su madre que lo inspira a unirse a un programa de rehabilitación
de 12 etapas. En lugar de encontrar un salón de reuniones local de AA (Alcohólicos
Anónimos), se une a un grupo exclusivo supervisado por Donnie un millonario que
invita a sus ahijados -a los que llama “piglets”- a su lujosa casa. En
lugar de profesar las raíces cristianas de AA, Donnie les dice a todos
que etiqueten su propio poder de superación. Donnie lo llama a John “Chucky”,
por el muñeco asesino, mientras que este le da el nombre de una parte de la
anatomía de Raquel Welch. Otros miembros del grupo, interpretados por Beth Ditto,
Udo Kier, Kim Gordon, Mark Webber, etc., contribuyen a que John siga los 12 pasos,
mientras que Donnie sigue siendo su principal apoyo. Mientras tanto, John
descubre su amor por dibujar caricaturas burdas para periódicos y revistas
locales, a menudo ofendiendo lectores al representar a lesbianas, enanos,
cristianos, personas de color y miembros del KKK de manera irónica. Llevada
por la melodiosa música de Danny Elfman, Don't Worry, He Won't Get Far on
Foot -con un título engorroso- adopta una configuración
enredada, cortesía de Van Sant y su coeditor David Marks. Varios dispositivos
estructurales y de encuadre o composición compiten por el control de la
narrativa. Además de su aparición en “An Evening with John Micheal Callahan”,
a la que la película vuelve de forma intermitente a través de la voz en off, se
ve a John volcarse en su silla de ruedas cruzando una calle. Algunos
adolescentes lo ayudan y, a lo largo del film, Van Sant va a regresar con estos
muchachos que indagan las caricaturas de John, lo que representa una progresión
fílmica, mientras John explica que no existen razones filosóficas detrás de su
trabajo. Además, las versiones animadas de sus dibujos se utilizan como
dispositivos de transición. Van Sant y Marks también incorporan transiciones
verticales y horizontales de un plano a otro, como si se pasara de un panel de
un cómic al siguiente, lo cual es una elección extraña, ya que las caricaturas
de John eran dibujos de una sola imagen. Todas estas elecciones formales,
dispersas al azar, crean sentidos poco claros de cronología y dramaturgia que
solo se aclaran con pistas sobre el período de una escena determinada, como la
aparición de la silla de ruedas de John o el bigote posterior, o la referencia
a la película Child's Play, 1988, de Tom Holland. Pero, el film
de Van Sant, se trata mucho más de las actuaciones que de una narrativa lineal
tradicional. Es más, el drama y el humor sombrío siguen centrados en la lucha
de John contra el alcoholismo, mientras que la trama tiene poco o nada que ver
con los dibujos por los que se hizo famoso. Si usted, amigo lector, se toma el
tiempo para observar Robin Williams: Come Inside My Mind, 2018,
de Marina Zenovich, un documental que se adentra en la mente del actor,
reconocerá de inmediato el excelente papel que Williams hubiera tenido para Callahan,
dado su historial compartido de abuso de sustancias. Al igual que la propia
batalla de Williams contra las drogas y el alcohol, la lucha de John nunca
termina. Junto con su notable compromiso corpóreo con el personaje, Phoenix se
luce retratando los aspectos más degradados de su papel a través de un
comportamiento errático, así como su mórbido sentido del humor que se
desarrolla después del accidente. Hill ofrece una interpretación matizada llena
de sensibilidad y sarcasmo. Van Sant termina su película con la audiencia de “An
Evening with John Micheal Callahan” brindándole una cerrada ovación a John,
sugiriendo que este completó su tarea, en lugar de vivir el resto de su vida en
una lucha continua contra la enfermedad, hasta su muerte, en 2010. Nadie recibe
aplausos y se cura del alcoholismo. Incluso, aunque reconoce esto en una de las
conversaciones crudas de John con Donnie -quizás las mejores partes de la
película- Van Sant convierte su cinta en un triunfo innecesario sobre la
adversidad, dando la impresión que John se cura y nunca más tiene que luchar.
Dramática y estructuralmente, la película no nos produce una necesaria
abisalidad en cómo sentirse sobre la historia de John, y aunque nos la presenta
en términos visuales algo confusos, deja un resultado admirable por las
actuaciones comprometidas. No es de lo mejor del director, pero este biopic
bienhumorado se deja ver con cierta tonalidad de placidez. Pues bien, no es tan
sencillo buscar y encontrar films poseedores de guiones tan bien ensamblados
como el de Buck Henry, quien adapta una novela del escritor y periodista
estadounidense Joyce Maynard. El escrito no tiene fisuras, posee una estructura
narrativa sólida, con personajes bien definidos y creíbles, y además entretiene
balanceando con criterio la comedia, drama y el thriller. Además, Van Sant
propone ese estilo de falso documental o mockumentary, lo que deviene en una
acertada y original toma de decisiones en un elemento cinematográfico tan
sensible. En To Die For, Suzanne Stone -Nicole Kidman, luce
formidable- es una femme fatale manipuladora, astuta y empeñada en tener
una exitosa carrera, aunque se convierte en una asesina. Van Sant expresa
connotaciones claras y a menudo incómodas sobre el acoso y el abuso, así como
los roles culturales y sociales de las mujeres antes del nuevo milenio. Ansiosa
por ingresar a la TV, y convertirse rápidamente en una periodista famosa,
Suzanne acepta un trabajo en un canal de cable local. Comenzando con un informe
sobre los niños de la comunidad, la bella joven se hace amiga de tres
adolescentes y los prepara para que maten a su esposo, Larry Maretto,
interpretado por Matt Dillon. To Die For es una fuerte apuesta de
Van Sant y Buck Henry tomada del caso de Pamela Ann Smart, una
mujer estadounidense que fue condenada por ser cómplice de asesinato en primer
grado, conspiración y manipulación de testigos en la muerte de su esposo, Greggory
Smart, en 1990. La Smart, de 22 años, había conspirado con su novio menor de
edad, William Flynn, de 15, y tres de sus amigos para asesinar a Greggory en
New Hampshire. Actualmente cumple cadena perpetua en el Centro Correccional
para Mujeres de Bedford Hills, una prisión de máxima seguridad en el
condado de Westchester, en Nueva York. La Kidman luce impactante como Suzanne
Stone, con una sonrisa encantadora, pero perversa, y monólogos intensos frente
a la cámara. Se sostiene a sí misma con gracia, avanzando lenta y expertamente
en la fachada que lleva a lo largo de la trama. Es fácil distraerse con los
looks icónicos que creó la producción junto a Van Sant, poniendo To Die
For a la altura del personaje de Elle Woods -Reese Witherspoon- en
el film Legally Blonde, de Robert Luketic, y Cher -Alice
Silverstone- en la cinta Clueless, de Amy Heckerling, ya que se
nos ofrece otra encarnación de una rubia elegante y difícil de olvidar. Suzanne
y/o Nicole Kidman representó una amenaza para la industria del entretenimiento
antes del nuevo siglo, que era controlada por actores hombres. En una cena,
un conferencista mediocre de TV, actuado por George Segal, le dice a Suzanne
que debe estar dispuesta a hacer cualquier cosa para avanzar en su carrera, aun
de manera inapropiada. Una vez que entiende su significado, y su motivo se
vuelve claro: no es así como deben hacerse las cosas, pero se transforma en un
ente maquinador, exigiendo un trabajo en una estación de TV, y laborando en su
propio tipo de hacer periodismo, arriesgándolo todo. Inicialmente, presenta un
tono empoderador, hasta que sus acciones se vuelven equivocadas y su codicia se
hace evidente. Joaquin Phoenix solo tiene 20 años en To Die For,
pero su talento ya era ilimitado: es para muchos desconcertante pensar que hace
no muchos años se ha convertido en un nombre familiar. Asumiendo el papel de
James Emmett, se enamora de la apariencia impresionante y el encanto de
Suzanne, dando inicio a una relación aparentemente inocente con ella. Phoenix
retrata la vulnerabilidad de su personaje sin esfuerzo, su ingenuidad florece
de una manera infantil lo que hace que el vínculo sea aún más incómodo de ver y
comprender. Suzanne lo prepara a él y a sus amigos, Lydia -Alison Folland-
y Russell -Casey Affleck- para matar a su esposo, solo para luego evitarlos
una vez que el trabajo está hecho, además de abusar verbalmente en contra de ellos.
Sus tendencias malévolas son aterradoras, aunque Suzanne sigue siendo un
personaje fascinante. Con un desenlace un tanto cómico y satisfactorio Van Sant
nos ofrece un buen cierre, a través de su dirección y la inquietante BSO de Danny
Elfman funcionando en armonía para dejar la narrativa con algo tangible y puro,
todo lo contrario del mundo falso y lleno de deseos de la TV que persigue
Suzanne. To Die For encaja en la multitud de la cultura actual,
aunque errada según lo que pienso, mostrando explícitamente el impulso y la
determinación que sienten las mujeres que continúan viviendo en un mundo dominado
brutalmente por los hombres. Como pareja, Nicole Kidman y Joaquin Phoenix
merecen ser el centro de atención, pero el largometraje luce atractivo y, en
ocasiones, desafiante, construido con la misma maestría aparente de aquella
filmografía atinada de Van Sant. Recomendable repasarlo.