miércoles, 4 de junio de 2008

El Super Yo Femenino

(A mis visitantes : En realidad lo que leeran a continuación es un estrecho resumen de un artículo que encontre en la Web de la Dra. Nora Levinton) (Estoy aprendiendo a crear mi blog, ténganme paciencia que ya anexare mi propia formulacion).

El Superyó Femenino

En la conceptualización de la teoría freudiana del superyó como heredero del conflicto sexual infantil partimos de la indagación que Freud propone sobre la conciencia moral y su relación con el sentimiento de culpa circunscribiéndose fundamentalmente en su origen a la percepción en el sujeto de un juicio adverso sobre determinados deseos provenientes de mociones pulsionales tanto sexuales como hostiles. Esta concepción, donde una parte del psiquismo observa críticamente a la otra como si se tratase de un objeto externo, refleja la constitución de la instancia denominada superyó a la que se le atribuyen como funciones la autoobservación, conciencia moral y función de ideal.
En el varón la temida amenaza de castración le empujaría al abandono del enamoramiento de la madre y a la identificación con el padre, preservando así su preciado órgano (el pene), lo que favorece la internalización de la prohibición del incesto y, como consecuencia, en el propio niño se erige el superyó como juez interno. Por lo tanto, se otorga a la angustia de castración un lazo indisoluble con la configuración superyoica a la que da lugar. La introducción de la instancia superyoica supone articular una compleja red de formulaciones, que como pudimos constatar fuerzan la conceptualización del superyó como heredero del complejo de Edipo.
Pero, al ser este desarrollo el que se toma como referencia, todo lo que suceda en la niña se describe en oposición/diferencia a lo que se ha presentado como modelo universal.
Una vez producido este planteo universalizador, el sesgo de género masculino en la teoría, es decir, la supuesta constitución de la subjetividad femenina al suponerse la angustia de castración/envidia al pene como decisiva, determinará de antemano los ítems que se consideran para definir al superyó: la posesión o no del pene, el temor a la amenaza de castración, la posible identificación con el padre como representante de las leyes y tradiciones de su cultura, etc.
De modo que sus alcances, planteado en términos de acceder a unas metas predeterminadas, presentan asimismo la cualidad de desvío, inferioridad -descalificación en suma- respecto del modelo privilegiado: el masculino. Lo que lleva a concluir que existe en el hombre un mayor sentimiento de justicia, y en la mujer un menor sentido ético, o incapacidad para la sublimación o mayor labilidad emocional a la hora de tomar decisiones. Todo ello sin tenerse en cuenta que los parámetros desde los que se evalúan estas disposiciones revelan una valoración marcadamente sesgada.
C. Gilligan, cuestiona la supuesta neutralidad con que se evalúan en los estudios de Kohlberg los datos de las investigaciones que se realizan en psicología evolutiva, cuyas respuestas son evaluadas sobre la base de la desvalorización y negación de las características del desarrollo de las niñas.
El género, en tanto organización simbólica, es un preexistente, en el cual todo niño/a va a estar inmerso. O sea, un mundo lingüístico y de relaciones humanas impregnadas de distinciones de toda clase: vestimenta, actitudes, gestos, lenguaje, funciones, roles y valores. Coexistiendo, por lo tanto, en la subjetividad los fantasmas de género con los fantasmas de sexualidad, a los que los primeros imprimirán su sello estructurante. En consecuencia, habrá efectos significativos desde y para la intersubjetividad.
Esta problemática colabora para interrogarnos sobre la conveniencia de seguir otorgándole al complejo de Edipo el valor de núcleo estructurante del psiquismo. La propuesta consiste en pensar que la intensa fuerza motivacional que se le atribuye a los temores y hostilidades propios de la etapa fálico-edípica no sean los únicos determinantes para la estructuración del superyó.
La búsqueda de un referente que pudiese representar en el psiquismo de las mujeres el equivalente de la amenaza de castración en los hombres me condujo, en los propios textos freudianos, a la formulación sobre la angustia producida por el temor a la pérdida de amor surgida, en un primer momento, en la relación con la madre; más tarde proveniente del superyó y, posteriormente, de los sucesivas relaciones significativas.
De modo que la hipótesis desarrollada es la del temor a la pérdida de amor como la situación de peligro promotora de angustia más eficaz en las mujeres. Por todo ello, será necesaria otra formulación tanto para describir el funcionamiento del superyó en la mujer como para valorar los criterios con que se piensan sus efectos sobre la subjetividad femenina.
Hoy resulta innegable que muchas de las afirmaciones sobre la feminidad se asentaron sobre ideas preconcebidas en torno a un “ideal femenino” imbuido de categorías esencialistas sobre la mujer derivadas de su rol tradicional como esposa y madre. Actualmente pensamos que si para todo infante su desarrollo está marcado por esa experiencia primordial de apego que le permite desplegar una disposición biológica que irá configurando su universo emocional, la especificidad de compartir el mismo sistema sexo/género, tiene una importancia capital, instituyendo un contenido particular al psiquismo con el valor de un imperativo categórico: "serás madre y te preocuparás por la vida y las relaciones". Lo que C. Gilligan denomina “ética del cuidado”que remite a la perspectiva moral femenina que prioriza como problema el cuidado y la responsabilidad en las relaciones.

CONCLUSIONES SOBRE EL PAPEL DEL GÉNERO EN LA CONSTITUCIÓN DEL SUPERYÓ FEMENINO

Primeros atributos en la configuración temprana del superyó
La madre como primera figura de apego, fuente de identificación, soporte de especularización, es la transmisora, tanto a través de conductas preverbales como de mensajes explícitos, de un modelo de feminidad: lo que para ella es ser una mujer y sus fantasmas de género (qué es una niña).
Este modelo es prescriptivo por excelencia, abarca inscripciones diversas y deja su impronta fundamental en lo que posteriormente constituirá la instancia superyoica de la niña.
Por lo tanto, la estructura normativa de génesis preedípica establece pautas normativas estrictas sobre la niña, sobre sus hábitos, reacciones emocionales, sobre lo que está permitido o censurado hacer, pensar, decir, legislando no sólo lo que es bueno o malo, sino lo que corresponde para ser mujer.
Desde los adultos se implantan contenidos a la niña que constituyen el soporte de lo que se proyecta como identidad propia del género femenino y, por oposición complementaria al género masculino, como lo diferente al igual. En el discurso parental es donde más constituido está el género como "creencia matriz pasional", como una estructura que provee de contenidos particulares al psiquismo.
Es a través de un complejo modelaje que se configurará la identidad de género: el sentido de un sí misma sobredeterminado por la igualdad de género con la madre. Este rasgo favorece la no discriminación y refuerza los sentimientos de fusión.
Por el lugar que ocupan en el mundo simbólico de los adultos, la organización de la identidad temprana del varón se estructura en torno a la figura de los mandatos del héroe: despliega sus atributos de fuerza y poder en la ejecución de una hazaña física o mental (ejecutivo, instrumental, domador de la naturaleza), en el cual el superyó masculino impone la exaltación del atributo personal (teoría clásica en torno al falo). Como contraposición, la heroína femenina temprana es la "gran cuidadora", debido a los mandatos que exaltan atributos morales de bondad, entrega, y consideración a la vida y relaciones.
Si en la descripción freudiana del superyó se pone el acento en la ley del incesto como freno social a las ambiciones sexuales narcisistas del varón, en el caso de la niña deja intactas y, por el contrario, refuerza sus mandatos de género referidos a la capacidad de relacionarse con otros y al cuidado en términos de ser responsables de la preservación de estas relaciones, mandatos que adquieren una suerte de atemporalidad o eternidad ya que son preedípicos, edípicos y postedípicos.
Una de las condiciones que ejercen más opresión sobre la subjetividad femenina es que no existe freno simbólico alguno para disminuir la culpabilidad de las mujeres en torno al desinterés, o a la transgresión del imperativo de consagración al cuidado.
Anterioridad temporal de los mandatos de género a la represión de la sexualidad
Los mandatos de género se organizan tempranamente en el psiquismo femenino, como precursores de lo que configurará la especificidad de su superyó.
Por lo tanto la normatividad de género se establece ya en la época preedípica, previamente a los avatares del complejo de Edipo y a la constitución de la normativa sexual que caracteriza la explicación freudiana para el superyó.
La madre, como persona y figura, será la representante del paradigma que valoriza como lo propio del género el cuidado de la vida y de las relaciones. Este rasgo sellará lo prioritario en la jerarquía motivacional.
Como consecuencia de esta fuerte narcisización del apego, su configuración psíquica, su subjetividad y, por ende, su equilibrio emocional dependerá privilegiadamente de este foco de atención y preocupación cuya amenaza mas temida será la perdida de amor. Esta problemática del temor a la pérdida de amor tendrá una doble dimensión: por el efecto de sostén del sí misma y por la pérdida de amor y reconocimiento propiamente dicho. Combinatoria que favorece que perdure el efecto traumático.
Es sobre este superyó preedípico sobre el que se asientan posteriores restricciones y determinaciones , y sobre el que las instituciones de lo simbólico redoblan la prescripción del imperativo.
Alta valoración narcisista de las dos vías que caracterizan el vínculo de apego: cuidar y ser cuidada, que se inscriben tempranamente como organizadores de la identidad femenina.
Por lo tanto en la madre recaerá tanto la sede del apego como el papel de primera figura que genera frustración e insatisfacción, lo que promueve fuertes sentimientos de ambivalencia. Esta difícil situación supone para la propia madre ocupar un lugar donde o se la juzga negativamente por ser en exceso controladora o, peor aún, se le recrimina no ocuparse debidamente de sus hijos. La máxima descalificación sería”la madre desnaturalizada”, lo que pone de manifiesto la creencia pasional sobre como debe ser una mujer.
Y a partir de la pubertad la madre será la figura cuestionada y/o repudiada por una hija que necesita rechazarla para conquistar la autonomía que siente amenazada en este vínculo. Será esta una separación forzosa de la madre/persona pero manteniendo el estereotipo de su modelo, ya que las matrices subjetivas no han sido transformadas.
Esta incapacidad para reconocer y valorar la sintonía emocional que la relación entre ambas preserva será una de las causas que lleven a las mujeres posteriormente en la pareja al reclamo de "cuidado emocional". Cuidado que el mandato de género masculino reduce al mutilar en su propia socialización la capacidad de empatía reforzando al mismo tiempo rasgos ligados a la fortaleza como sinónimo de virilidad y rechazo a la sensibilidad asociada a lo femenino en términos de fragilidad. Por eso en el reclamo de atención y cuidado los hombres se sienten exigidos a cumplir una tarea para la que no están preparados: el contacto afectivo como expresión de la proximidad en la relación. En ellos, la satisfacción de la motivación sexual refuerza debidamente su sistema narcisista. Pero en las mujeres se hace necesario el reaseguramiento del vínculo para lograr este mismo cometido.
Por lo tanto, se sienten decepcionadas por la falta de reciprocidad en el cumplimiento de la motivación para la que están sujetas por mandato: la presencia y cercanía emocional; y este desajuste entre las diferentes necesidades y deseos genera, necesariamente, malestar y conflictos múltiples.
Se consolida así en la identidad femenina una estrecha, permanente y vigorosa articulación entre dos motivaciones básicas del sujeto: las necesidades de apego que se convierten en fuertes motivaciones para el establecimiento de vínculos de cuidado, que ofrece a la mujer la oportunidad de sentirse necesitada, y un sentido de sí misma: de allí la narcisización del apego.
Esta configuración estructurada en la infancia reencuentra en la cultura un estatuto ambivalente que regirá la vida de las mujeres: la disociación valorativa entre la sacralización-denigración de lo maternal y la invisibilidad teórica de lo maternal en las descripciones y explicaciones de la feminidad.
Continuidad de los contenidos que configuran el superyó a lo largo del ciclo vital, sin modificación de su severidad.
La identificación primaria a la madre cuidadora se reproduce en forma lúdica en el juego con las muñecas que anticipa, tempranamente, el predominio narcisista, en el ámbito doméstico y privado, como la actividad narcisista del yo femenino.
Este contenido será resignificado en las distintas etapas de la vida. En la época escolar, la constelación romántica de la novia y sus vestidos, para atravesar en la adolescencia un intervalo lúcido con el estallido de la sexualidad y su puesta en acto.
En la configuración de la pareja este contenido se activará nuevamente, ya que las mujeres por mandato de género se harán cargo del "bienestar y la salud" de la relación, al menos en la responsabilidad inconsciente de su mantenimiento (lo que no quiere decir que tengan los instrumentos afectivos adecuados para hacerlo), ya que puede haber una gran discrepancia entre lo que el mandato exige y lo que el yo pueda instrumentar. Si su identidad se basa en su capacidad de relacionarse, estar sola la conduce a la más baja autoestima.
Potenciación de la maternización de las relaciones.
La maternización de las relaciones como motivación dominante organiza la identidad femenina y genera un sentido de sí misma autovalorada, narcisizada.
Desde el formato de género se potencia el rol maternal en el cual la capacidad de atención y cuidado del recién nacido es instrumentalmente necesaria, pero a través de un largo y delicado recorrido esta función es transferida por las mujeres a todo tipo de relaciones, ofreciendo casi indiscriminadamente ese único rol.
Como consecuencia, se sienten atrapadas en vínculos que, por una parte, las refuerzan narcisísticamente al sentirse necesitadas y, por otra, las frustran e irritan, porque paralelamente registran el abuso en términos de explotación e intercambios no correspondidos.
Discrepancias entre el mandato de género y la sujeto mujer.
El grado de constricción que sufren las mujeres en la intimidad de sus mentes -la sujeto mujer- es variable, pero el mandato impone hacerse cargo de la vida de los otros, lo que, para muchas mujeres, resulta un imposible, ya sea vital por la dificultad de materializar una familia, o afectivo por la problemática concomitante al capital afectivo para llevar adelante tal proyecto.
La mayor dificultad reside en la depositación masiva de expectativas derivadas del apego, lo que obstaculiza que las mujeres se valoren a sí mismas en otros espacios de experiencias. Surgen aspiraciones de tipo intelectual, y/o laborales, pero cuyos logros no alcanzan la misma satisfacción narcisista que los que se vinculan al apego. ( Por ej. : a pesar de tener un adecuado desempeño laboral, la constante preocupación por “ser querida” incluso por sus compañera/os de trabajo). Las variaciones en los roles no se constituyen necesariamente en cambio motivacional o en el mejor de los casos entran en conflicto dentro del propio sistema narcisista ya que el compromiso emocional en uno u otro caso, es diferente.
Como resultante de la configuración de las matrices subjetivas moldeadas por el formato de género aparece la complejidad añadida para poder discriminar entre deseos e imperativos categóricos, ya que las normas se narcisizan secundariamente para obtener satisfacción narcisista en su cumplimiento, y los ideales se normativizan para evitar la persecución superyoica que produce su incumplimiento.
Un sentimiento que tiñe el universo subjetivo femenino: la culpa
Cuando la mujer no accede al ajuste correspondiente al formato de género que impone mandatos de docilidad, obediencia, complacencia para evitar conflicto, empatía y cuidado de los demás para contar con aprobación, padece la feroz autocrítica del superyó por infringir los mandatos de género.
Si sumamos el factor de la desvalorización que codifica la emocionalidad de la mujer que queda asociada a debilidad, descontrol, y dependencia, la consecuencia directa serán los efectos en términos de autorreproche, culpabilización y descalificación autorreferencial. Esta combinatoria atenta inevitablemente contra el cumplimiento con el ideal del yo, creando un omnipresente sentimiento de inseguridad e inadecuación.
De ahí que la autoinculpación permanente ante cada variación del vínculo afectivo, en sus dificultades y vicisitudes, pase a ser interpretada como fallas de la identidad. Esto conlleva una tendencia a la hipervigilancia sobre el estado de bienestar del vínculo, con aprensión y temor siempre presente, a la separación y a la pérdida ( lo que no invalida que las relaciones no cursen con reproches paranoides y todo tipo de psicopatología) .
Se sumarían también los factores de culpabilización exógena, como la inculpación que las instituciones de lo simbólico realizan sobre la mujer: desde los mitos (Eva, Pandora); la sociedad (el aborto es una cuestión materna aunque sea el hombre quien lo exige), y la teoría científica (aludiendo a la madre fálica o la madre seductora).
Esta atribución a la fragilidad femenina nos impide reconocer la importancia de la consideración de las necesidades emocionales, como un ítem a valorar mediante parámetros no sesgados por el tamiz de género masculino, que recurre a la disociación y negación de estas mismas necesidades, ya satisfechas habitualmente en ellos por las figuras femeninas de su entorno.
Respecto a las diferencias en relación a la sexualidad, la niña también tendrá que soportar una mayor censura en cualquiera de las manifestaciones, entre ellas: la masturbación, la curiosidad por los genitales, y la información que recibe. Su propio cuerpo le transmite una complicada red de registros sensoriales que dificulta, incluso, la decodificación de la excitación sexual, lo cual genera un monto de ansiedad importante.
Y en su propio crecimiento, percibe la mirada del adulto varón que convierte precozmente su cuerpo en un objeto erótico lo cual la culpabiliza por sentirse provocadora respecto de algo que escapa a su intención y a su control. Como consecuencia, irrumpirán el miedo, la vergüenza y la culpa, ya que a pesar de los cambios en la mentalidad del fin de siglo, las nuevas generaciones siguen recibiendo un doble mensaje: por una parte no está totalmente superado el modelo de las madres con sus propias represiones e inscripciones en que se ponderaban los sagrados valores de la virgindad, fidelidad y la preservación del “buen nombre y honor”; pero, por otra, se les demanda, para ser aceptadas y valoradas entre su grupo de pares, que sean un objeto sexual atractivo y presenten un grado de disponibilidad, que puede operar como un" boomerang" volviéndose en su contra bajo el epíteto de ser “una salida”. Atributo- el de la fácil predisposición a una relación sexual - que, en cambio, es positivamente valorado en los varones.
Para finalizar, quisiera destacar la importancia de resignificar registros que permitan a las mujeres acceder a posiciones de autonomía en el sentido de individuación y control de su propia realidad, con ideales que puedan estar tan valorizados como la concreción de una pareja o la maternidad. La propuesta es que en tanto puedan transformarse los deseos, o sea, las motivaciones ya subjetivadas, podrán cobrar relevancia otros factores de narcisización, y la identidad femenina no estará tan a merced de los avatares exclusivos de sus vínculos. Se trata no sólo de ejercitar nuevos roles, sino de ampliar las motivaciones para un reequilibrio del compromiso emocional y cognitivo con menor pregnancia del apego, de mejorar las condiciones del encuentro con los otros sujetos para sostener menos traumáticamente la tensión constante entre el sí mismo y el reconocimiento del otro.

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