miércoles

2009/10/23 Carlos Antonio Morales, mi padre

Este es el testimonio que presenté en la Mesa: "Padre – Hijo, Dos Miradas", del XI Congreso de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis y VIII Diálogo COWAP entre el 22-25 de Octubre de 2009

En el tránsito hacia una mención objetiva de lo que fue mi padre, me inundan una serie de emociones, que por momentos me impactan al punto de hacerme trastabillar. Es como rasgar debajo de mi piel para encontrarlo y casi ya no lo reconozco. Son esas emociones, esos efluvios, esos sentimientos que brotan de mí mismo, lo que queda en mí de él. Poco a poco, sin embargo, van surgiendo recuerdos de nuestras anécdotas del tiempo en que fuimos padre e hijo. Del tiempo en que le tocó ser mi padre.

Estaba allí cuando nací. Él esperaba una niña en esas épocas en que la ecografía aún no pinchaba la ilusión. No sé si hubo desilusión al tener a su quinto varón (sólo tengo una hermana), pero por años sentí como una gran deuda con él… Felizmente, luego me percaté de que nunca me reclamaría la deuda y más bien encontré lugar como el “menorcito” y buen compañero de papá.

Aún así, traté siempre de ser atento con él aunque, más que atento, me esmeraba en no darle problemas. Creo que desde mis primeros contactos descubrí en él a un hombre bueno, noble, naturalmente afectuoso y tolerante, de alma tierna, talvez reflejando con ello la forma en que había manejado su orfandad de madre. Siendo hijo natural, a la muerte de su madre fue criado con sus hermanos paternos, en el hogar formal de éste. Y, desde niño, supo ganarse el cariño de los demás: hermanos, parientes, amigos.

Durante años, antes y después de su muerte, escuché hablar de mi padre con admiración y aprecio, si no con respeto. Era muy conocido como alguien sensible y solidario, en espacios casi siempre sostenidos en el anonimato, llevando alimentos a la viuda que se vio en dificultades, apoyando con su presencia a quien lo necesitara. No era necesario que se lo pidieran, él aparecía oportuno y pertinente.

Lo admiraban, además, por su inteligencia y su particular habilidad para crear cosas, para inventar soluciones. Al respecto, recuerdo cuando hizo un mimeógrafo casero o cuando fabricaba utensilios o construía él mismo la ampliación de la casa en que vivíamos.

Era fascinante ver cómo se planteaba retos: arreglar el reloj, la radio… realmente cualquier cosa. Se zambullía en el tema y se pasaba horas trabajando hasta que… saltaba de júbilo porque había logrado arreglar el desperfecto.

Desde niños nos habituamos a tener en casa todo tipo de herramientas y muy pronto me encontré arreglando yo mismo mis zapatos… o fabricando mis juguetes. No eran épocas de abundancia, pero no era por eso que nos dedicábamos a la tarea de emprender nuestra propia aventura de aportar soluciones creativas. A mí me encantaba hacerlo, me hacía sentir ese júbilo que veía en papá… llegar a ese ¡lo hice!!

Admiraba a mi padre, lo amaba como no he amado a nadie, salvo a mis hijos, con ese amor incondicional, con esa disposición a dar la vida por el otro. Justamente alguna vez, alrededor de mis once años, estando mi padre, que era militar, en un recóndito lugar de la frontera, se originó un conflicto armado. Hacía meses que no veía a papá y lo extrañaba mucho. Perderlo, que se muriera, me parecía algo terrible. Entonces, por las noches rogaba a Dios que me llevara a mí, pero que conservara con vida a mi padre.

Este dar la vida por el otro signó la paternidad de mi padre. Alguna vez, poco antes de su enfermedad fatal, expresó “ya todos mis hijos están logrados, puedo morir en paz”. Su mayor aspiración era que fuéramos profesionales y yo, que era el último, ya estudiaba medicina. Es posible que esto reavivara mi antiguo sentimiento de deuda con él, de hecho, fue un tema importante en la elaboración de mi duelo. Lo cierto es que papá fumaba tres paquetes al día de tabaco negro. Era inevitable que se fuera.

Su muerte me sumió en el capítulo más triste de mi vida, pero enfrentar el duelo a lo largo de años me permitió rescatarlo, asimilarlo con cariño y agresión, saldando deudas y terminando por aceptar que cada quien elige su destino.

El que papá fumara tanto me remite de manera singular al escenario conyugal de mi padre, forma parte de mi escena primaria. Las incursiones infantiles a su habitación debían superar las densas nubes de humo que su vicio impenitente dejaba como testimonio de que ni dormido apagaba el cigarrillo. De todas maneras, su abrazo siempre dispuesto dejaba otra huella, a la que se sumaban olores y texturas que me son imposibles de olvidar. Por cierto, su olor “natural” era a tabaco.

No recuerdo enseñanzas de papá en la forma de indicaciones o imposiciones de lo que uno debía o no hacer o ser. Su pregón era desde el ejemplo. No forzaba las cosas, invitaba a que lo acompañáramos, a que lo ayudáramos en las tareas que hacía, pero no lo decía dos veces. Estabas con él si realmente querías estar; si no, él lo hacía solo. Demostraba, así, que también podía solo.

Sin embargo, siendo tan permisivo, a la hora de poner límites lo hacía sin titubeos. No amparaba, en ningún caso, la falta de responsabilidad o el parasitismo engreído. Había libertad, pero con el compromiso implícito de que cada quien cumpliera con lo propio. Si ponía la varilla más alta, lo hacía más como un estímulo, sin descalificar lo logrado. No había condena si no se accedía al olimpo de la excelencia.

Si bien él mismo se manejaba con excelencia en todo lo que emprendía, parecía no percatarse de ello y era más bien sencillo, humilde, jamás presuntuoso. Hizo su carrera militar desde soldado raso y, al poco tiempo, habiendo accedido al grado de oficial, pasó a ser instructor en la Escuela de Oficiales.

Papá era un fascinante relator de anécdotas. Contaba pasajes de su vida en donde no faltaban episodios de búsqueda de tesoros entremezclados con experiencias paranormales. Tenía el don de la mediumnidad y el mundo fantástico de los espíritus en el que nos veíamos inmersos nos dejaba una sensación de estar con una suerte de héroe mítico… ¡y era mi papá!

Resultaba difícil pensar en emularlo en aquellas épocas en que uno le temía al cuco y a la insondable oscuridad de las noches solitarias en las que, a partir de estos relatos, más bien se poblaban de fantasmas aterrorizantes, que a veces me despertaban con sus ronquidos (los de papá).

En una época en que se enviaba al Colegio Militar a los muchachos para que se les corrigiera, mi padre me invito a que ingresara. Pienso ahora que fue porque, por entonces, tenían un plantel de excelentes profesores. Quizás en esa época de fascinación por mi padre lo entendí como una invitación a seguir sus pasos, ser militar como él… y ¡no podía fallarle a papá!

Felizmente, mi periplo leonciopradino más bien me ayudó a percatarme de que la vida militar no era lo mío. Nunca hice buenas migas con el autoritarismo abusivo, menos con alguna forma de sometimiento humillante, ni propio ni ajeno. Además, en ningún momento mi padre me confirmó las sospechas de que quería que siga sus pasos. Como siempre, una vez instalado en esta instancia, todo corría por mi cuenta. No fui mal alumno y no traía problemas… hasta que un par de incidentes dieron lugar a un giro en la relación con papá, ese giro grato que surge de la adversidad catastrófica y que deja huellas imborrables en el ciclo iniciático de la adolescencia.

Ocurrió que, estando ya en quinto año de secundaria, hubo una huelga de maestros y en el colegio andábamos pateando latas hasta que a alguien se le ocurrió armar una timba con dados. Luego de una brega inicial, entre los entusiastas que nos anotamos quedamos tres con un volumen respetable de monedas y billetes que habíamos esquilmado a los que tuvieron que retirarse por falta de fondos. Felices por nuestra suerte, en medio del fragor batiente de los dados, no nos dimos cuenta de que un capitán miraba la escena… Cuánto rato habría estado allí… no lo sé. Lo que sí recuerdo es que muy lenta y pausadamente se acercó, contó monedas y billetes… No sabíamos si nos estaba queriendo tomar el pelo ya que no tenía fama de “malo”… Pero, al final, elevó un parte a la dirección y, por primera vez en mi vida, me vi catapultado al mundo de “los malos”. Uno de los tres precoces timberos ya había sido advertido por el director, en el auditorium, delante de todo el colegio, con respecto a una falta que había cometido, de que ésa era la última que se le permitiría.

Mi record en conducta era bueno pero la falta era grave para los parámetros del colegio, por lo que sentía que ya estaba frente a un pelotón de fusilamiento. Fueron días terribles: no comía, no dormía… estaba en la más absoluta zozobra.

Hicieron ir a mi padre para informarle sobre la mala conducta de su hijo y para comunicarle la sanción que se me impondría… ¡Terrible…! Lo peor para mí era justamente que se lo dijeran a él. ¡Me sentía pésimo! Me llevaron a la Dirección para esperar su salida. Yo estaba pálido y frío, con ese frío intenso de los condenados que empiezan a morir antes para acoger serenamente el disparo final.

Salió papá. Caminamos, su mano en mi hombro… Entonces, me dijo unas pocas palabras: “Hijo, creo que tienes que escoger mejor tus compañías…” ¡Yo estaba vivo! El pelotón no disparó y mi padre me renovó su confianza… No sentí que me perdonó, simplemente sentí que seguía siendo yo, su hijo, que había cometido una falta. No se ofuscó, no me condenó. Me doy cuenta que hasta hoy bendigo su comprensión…

El otro acontecimiento, también por esas épocas, tuvo que ver con mi debut en las “lides de los machos”. Los compañeros del colegio empezaban a alardear de sus incursiones con las chicas de cierto prostíbulo y, en algún momento, me encontré iniciado en una aventura que dejó lamentables consecuencias; las que, en primera instancia, resolvimos en la enfermería del colegio con unas dosis pertinentes de penicilina. Lo que parecía superado, sin embargo, no lo fue. Poco tiempo después de terminadas las clases, las molestias volvieron y ya no había posibilidad de buscar la solución en la enfermería…

Entonces, le conté a papá que en esos baños sucios del colegio había adquirido una infección y que, si bien me habían ayudado en la enfermería, las molestias me habían vuelto. Sin decir nada, papá me llevó a un médico del hospital militar y, con un tono festivo, le dijo más o menos lo siguiente “Doctor, mi hijo me cuenta que se ha sentado en un inodoro sucio del colegio y pescó una infección. Se la curaron pero ahora parece que se ha vuelto a sentar en el mismo inodoro…” No hablamos una palabra más. Se acabó la inocencia. Compartíamos otro discurso y una renovada disposición. Podía confiar en papá. Podía contar con él.

A mi padre le gustaba la pesca. A veces en bote, a veces desde las peñas, siempre se las ingeniaba para sacar el pez más grande. Tenía una paciencia increíble. Tiraba el cordel y esperaba largo rato con su pucho en los labios. Mientras con mis hermanos verificábamos varias veces si los peces no se habían comido la carnada de nuestros cordeles, él seguía tranquilamente esperando hasta que, de pronto, un tirón… y, otra vez, un pescado grande o diferente al que estábamos esperando sacar. Era un premio a su paciencia.

También, le gustaba la cocina. Tenía una especial convocatoria para reunir a la familia, hermanos, primos, cuñados, amigos, etc. Se llegaban a juntar multitudes, cosa que no volvió a ocurrir después de su partida.

Tocaba la guitarra con ese dejo andino y melancólico que evocaba tal vez su orfandad temprana: “dónde están mis amigos no los veo, dónde están mis hermanos no los hallo…” Aún me conmuevo al evocarlo, resuenan en mis oídos sus canciones mientras en mi mente aparece su imagen, siempre con el cigarrillo en los labios, en ese equilibrio increíble que sostenía su alianza con la muerte.

Lo vi aprender a tocar el acordeón, ya grande, con esa paciencia de autodidacta que capitaliza magistralmente el ensayo-error. Persistió –como siempre- hasta que lo dominó.

Que más les puedo decir… Admiraba a mi padre, podría escribir muchas páginas sobre él, como de hecho me he sentido estimulado a hacer. Hace un par de semanas soñé con él, después de muchísimos años. Me hacía cosquillas, yo reía hasta perder el aliento. Sentí el calor de su cuerpo y esa vitalidad alegre y juguetona que me supo transmitir cuando niño.

Mientras describía a mi padre, he ido reconociendo en mí mucho de todo aquello que él era y hacía. De alguna manera me veo descrito en él. Fue un buen padre. Yo he tratado de dar la talla, siempre dudoso de sí lo habré logrado, en especial en esos terribles momentos en que los hijos muestran sus flaquezas y conflictos. Felizmente me acompaña esa paciencia (la de papá) que permite apostar al tiempo y a confiar en que lo sembrado sólo espera mejores climas para brotar.

Nunca pensé, antes de ser padre, que fuera posible querer a un hijo como llegué a querer a mis hijos. Sentir el natural sacrificio que brota espontáneo frente a las circunstancias de su desarrollo. Más de una vez me he sorprendido renunciando a un bocado apetecido, dándoselo a ellos sin titubear, al ver que no habían quedado satisfechos. Creo que ésta es una condición que se instala para siempre. Uno adquiere el talento de adecuarse a sus movimientos progresivos y regresivos, acompaña a los hijos en su regresión pero, también, es posible dejar que nos acojan cuando, desde su madurez, les surge apoyarnos o sostenernos.

Decía que he mantenido mis dudas sobre la suficiencia de mi función como padre; eso de que la calidad es suficiente nunca terminó de convencerme y reconozco que muchas veces estuve ausente debido a las exigencias profesionales y económicas.

Comentándole a mi hija mayor sobre la proximidad de esta presentación y mis dudas sobre qué poner al respecto, me respondió con la celeridad que permiten los mails…:“Papita:Yo creo que eso de ser buen padre es algo que pesa en tu mente desde hace muchos años. Quisiera que pudieras ver lo que yo veo y ya no sientas como que fallaste. Al contrario, eres y siempre has sido un buen padre. Me siento con suerte de tener un papá como tú. Todos tenemos fallas, padre e hijos; no somos perfectos y siempre hay lugar para mejorar… El hecho de que tus hijos sean buenas personas, derechos y que te quieran mucho son prueba de que lo hiciste bien… Nosotros sabemos que siempre podemos contar contigo y que nos quieres mucho…”

Con mi segundo hijo tuve la oportunidad de experimentar un sentimiento muy especial. Al nacer su hija, que ahora tiene cuatro años, sentí una tremenda emoción al momento de verlo en su flamante lugar de padre, cargando a su hija con ternura. Me acordé de aquel pensamiento de Confucio (creo), que dice: “Uno no sabe si fue buen padre hasta que sus hijos son padres”. Aparte, por cierto, el rol de abuelo renueva en mí la posibilidad de jugar, de divertirnos en juegos muy locos y personales con mi nieta.

Mi tercer hijo me anuncia que no tiene intenciones de tener hijos hasta nuevo aviso. Me escribe mientras alterna el chateo con la preparación de unos tallarines verdes que acaba de aprender a preparar y que planea devorar apenas termine el siempre apurado contacto con su padre… Se había reunido el fin de semana con su hermana y le había preparado algo rico. Me despedí contento, más aún porque sabía que su hermana había disfrutado especialmente de su cercanía.

Cerrando este relato, sólo me cabe decir: “Gracias papá… allí donde estés…” Gracias a ustedes por escucharme.

4 comentarios:

María del Carmen dijo...

Dr. Morales: Accedí a este blog por recomendación del Dr. Luis Félix del grupo SALUD LORETO.
Le quiero felicitar por un escrito que evoca la figura del padre con tal ternura y profundidad, que invita al lector a pasearse por sus propias evocaciones personales.
Esta semana ha sido particularmente dificultosa para mi país, México, el cual se viene convirtiendo en rehén de la inseguridad social. Un texto como el que amablemente nos obsequia es una exhortación para rescatar roles familiares por cuyo abandono se viene provocando buena parte de esta problemática social grave.
Afortunado su padre de tener un hijo que agradezca esa presencia que estará siempre viva. Afortunados sus hijos de tener un padre que anda el camino con firmeza, pero siempre revisando el rumbo que llevan sus pasos. ¡Felicidades!

Pedro Morales dijo...

Estimada María del Carmen,
Qué grato para mí que haya visitado no sólo mi espacio virtual sino, también, las sensibles ventanas de mi intimidad, en las que pocos se fijan (hay que tener ojos para ver).

Desde el tema de padres e hijos nos hermanan realidades milenarias a partir de nuestras culturas de origen. Y, es cierto, nos está minando la misma lacra social, que ha trastornado totalmente la delicada misión del padre.

El afán por conseguir el sustento y transmitir el espíritu solidario ha sido suplantado por una sobreoferta material con una paradójica ausencia literal del personaje central de nuestra historia. Estamos en el caos. La dirección aparece confusa. Confiemos, sin embargo, en las enseñanzas de la historia. En algún momento tendremos que reaccionar.

Estos espacios sirven para mantener viva la llama del espíritu integrador y, ojalá, contribuyan a encender, como le ocurre a usted, el recuerdo de otras realidades posibles, basadas en experiencias de verdadero interés por el otro, de vocación de servicio, a distancia del exitismo protagónico y de ambiciones desmedidas o depredadoras.

Muchas gracias por sus comentarios. ¡Estuvieron "padrísimos"!

Un saludo afectuoso,
Pedro Morales, su hermano peruano

Milagros dijo...

Buenas tardes , fue de casualidad que encontre su blog por que estaba leyendo acerca de la psicoterapia y salio su blog en google , una suerte que pueda leerlo y encontrarlo de casualidad.

Un texto que refleja un amor sincero hacia su padre , y realmente por todo lo mencionado su padre era un hombre ejemplar.

Lo sigo para poder leer con mas frecuencia sus entradas!!

Un abrazo

oscar maldonado dijo...

Pedro, que semblanza más enternecida, cuando te preguntas acerca de haber sido buen padre, podría comentar mucho sobre el mio, distancias mil del tuyo, aunque quizá generacionalmente iguales, pero la templanza es algo que no todos los seres tienen... en fin, me haces evocar cuando a mi retorno patrio me volvi a encontrar contigo nuevamente como maestro que ya eras, tu extrañeza, tu semblante, hoy te veo siempre , lo que me agrada, es más, siempre has sido un buen padre porque creo has tenido la entereza de sostener con un vinculo empático a varios muchos en los últimos ahora 30 años. Que bueno que me indicaste lo del bolg, ahora podré seguir nutriéndome, en mi solaz, de lo que escribes y piensas... la comida siempre ha sido un buen motivo, no?